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"Bizancio", de R.J. Sender.


Las aventuras de los almogávares son una parte importante de los mitos identitarios de los aragoneses y los catalanes, del mismo modo que el Cid o Hernán Cortés lo son de los castellanos o Zumalacárregui de los vasco-navarros. Los almogávares eran unas tropas mercenarias que participaron como fuerzas de choque en la expansión de la Corona por el Mediterráneo durante el XIII y el XIV. La "famosa pátina del tiempo" y la historiografía romántica fueron exagerando la imporancia y la presunta invencibilidad de estos montañeses, expertos en degollar enemigos, en robar tesoros y en violar niñas. Así que más pronto o más tarde, me tenía que leer el grueso novelón que el gran escritor altoaragonés Sender le dedicó a sus aventuras en el Imperio Bizantino. Después de varias semanas de valientes acometidas, lo he acabado en este puente lluvioso y triste.

No me he encontrado con una novela histórica al uso, la que hubiera podido escribir el lenguaraz Pérez Reverte, españolizando a los almogávares, o Manfredi, exagerando sus virtudes castrenses. Sino que me he tragado una narración densa, inestable, desequilibrada y un poco pesada, es decir, literatura de verdad. No le recomiendo la novela a nadie; pero tengo que reconocer que no he podido dejarla en ningún momento.
Sender no se detiene demasiado en las hazañas de los almogávares, que eran tan hijos de puta como cualquiera de su época, sino que centra la atención de la novela en el personaje de la princesa María, la bizantina que manipula a los jefes de la expedición para lograr sus objetivos políticos. Sus cartas a Roger de Flor, con el que se casa, reflejan perfectamente esa visión femenina que es capaz de mirar a través de los hombres, planos y simples: "Tú haces los milagros, Roger, pero aquí sólo ven los más pequeñitos y verosímiles. El Patriarca tiene algo que ver en esto. Yo lo conozco. Parece un perro, el Patriarca. Un perro al que le gusta que le pequen. Uno de esos perros con mirada de hombres que podrían ser más que hombres si quisieran". El Imperio aparecería así como lo sofisticado, lo sútil, lo amanerado y los aragoneses y los catalanes como lo viril, lo desatado, lo violento, fuerzas de la naturaleza frente a civilización.

La muerte a traición de Roger de Flor hizo que la expedición se volviera contra el Imperio que los había contratado y llevara a cabo la llamada "Venganza catalana". Saquearon media docena de ciudades y fundaron un estado efímero, Neopatria, al modo de los estados francos de Tierra Santa. En la parte final de la historia, aparece un personaje, el capitán Rocafort, que encarna el papel del traidor que se enfrenta a los prejuicios de casta y se atreve a desafiar a todos los poderes. A Sender le encantaban estos personajes, prolongación del mito del anarquista español enfrentado a todo y a todos y autoproclamado emperador, imagen en cierto modo, del propio escritor. Lo desarrollaría mejor en la que quizá es su mejor novela: "La aventura equinoccial de Lope de Aguirre".

En el final, extremadamente valleinclanesco, las tropas vuelven casa con su botín:
"Pasaban los caballeros, con ruido de enjalmas, de hierros, de adargas y de conteras de lanza. Reconocía Arenós otras caras aragoneses y oyó con emoción palabras de la montaña pirenaica. Bellver miraba las murallas al sesgo y decía:
- No han dejau foraus en o muro.
Otro a su lado respondía:
- Y qué? No tiés os zaragüelles plenos?
- Tan remplius que revientan por a bragueta.
- En ta'l forau de tu prima a cava.
Reían como monstruos joviales y seguían cabalgando (...)
Peleaban las aves de presa por la cabeza de Nicodemos y se cambiaban fuertes aletazos. Tenía la cabeza una flecha que la atravesaba. La flecha que le disparó un almogávar desde su caballo, sin detenerse, al ver la pica, hincada arriba, en la saetera."

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