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Sampedro, premio nacional de literatura.

Una de las mejores noticias que han llegado estos días desde la lejana España ha sido la concesión del Nacional de literatura a José Luis Sampedro. Algunos medios lo han interpretado como un reconocimiento implícito al movimiento indignado, del que Sampedro ha sido un referente. El mundo está cambiando, con premios o sin premios. Pero ahora no toca hablar de su biografía, contradictoria en ocasiones, humana siempre. Escribo de Sampedro como uno de los autores-personas que, en cierta manera, han tocado mi vida.

Es trivial decirlo, pero en la vida de cada uno, hay figuras públicas que han sido (o son) influyentes. Algunas de sus palabras, sus emociones, sus errores, han pasado a ser los nuestros. Luces en este camino absurdo, tan lleno de curvas, de bifurcaciones, de baches. Supongo que ese el principal papel de la literatura, de la poesía, de la música, del cine: proporcionar de vez en cuando una cerilla a las antorchas que todos necesitamos para andar por este laberinto de cansadas Ariadnas.



Y Sampedro me acercó de vez en cuando una cerilla. En sus conferencias, en las que pude vislumbrar una sutil calidez, en la claridad pedagógica de “El mercado y la globalización” o “Los mongoles en Bagdad”, en la inolvidable comida que pude compartir con él, con su mujer Olga y con Miguel (gracias!). Pero sobre todo con “La sonrisa etrusca”. Esa novela, ambientada en Italia, refleja algunas de las más hermosas emociones que habitan en el ser humano. Fue el inicio de un período de mi vida, lleno de calideces y emociones hermosas, que ahora contemplo con la misma ternura con la que el viejo Roncone contemplaba a Bruno, tan dormidito en su cuna.

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