Hay una tierra donde el verde y el rojo libran una batalla encarnizada para que los miren. Mírame a mí, dice cualquiera de las torres de ladrillo, minaretes de las viejas mezquitas que los conquistadores del norte hicieron iglesias. Miradnos a nosotros, dicen los álamos de la frescura. Hay una tierra tan hermosa que algún británico se quedó sin respiración al ver un atardecer. Es un país de pueblos escondidos en los barrancos, esperando que pase el hielo del invierno y el calor del verano. Siempre esperando a ver lo que mandan otros, lo que dicen otros. Espera sin esperanza. Tierra de bellezas solitarias y únicas. Y es mi tierra.
Como en otras nocheviejas, mi cuñado y yo, ron en mano, huimos de la tele convencional, a pesar de nuestra respetable edad. En la del 2024, le puse unos vídeos de Youtube de "Los gandules". Y nos reímos a mandíbula suelta. Si no los conocen, búsquenlos y también lo gozarán, con ron o sin ron. Tobo Gandul y Don Gandul son dos músicos honestos e ingeniosos, que usan la guitarra y el sofá para mofarse de los ponis; esos caballos chiquiticos con las patas gordas, del poliespán, de ellos mismos, de su público y de la putísima madre del rock and roll. Y sin esforzarse mucho. Y además, son aragoneses. Dignos herederos de "Puturrú de fuá".
Tobo, se ha transformado en el sr. Desbrozador y últimamente, anda cantando tex-mex con su otro grupo: "Los ases del Jiloca". Tiernas rancheras dedicadas a los teleclubes, a los puticlubes, a Mediaoreja y a Huracán, héroes furtivos y descerebrados de esa tierra verde y roja, lejana y hermosa, que duerme un apacible sueño a la sombra de la sierra. Los de mi valle, nunca se fiaron mucho de los del Jiloca, esas gentes comparten el 50% de su genética con la cabra común. Al fin y al cabo, todo el mundo sabe que el Jiloca es el único río del mundo que va hacia arriba. Muchos de nuestros mejores amigos, son ¿cómo no? de allí. Con alguno de ellos estuve este fin de semana. Y a ellos va dedicada esta entrada que, como ya han visto, no tiene demasiado sentido.
Desde que éramos ponies, mi mañico y yo comprendimos que, a pesar de vivir en Valencia, erámos de otro sitio. Nos sentíamos aragoneses. Pero dejo los biopics existenciales para otro día y me voy centrando. Una parte de la construcción de nuestra identidad aragonesa, especialmente, la mía, se basó en la música. Labordeta, obviamente. Pero también Joaquín Carbonell, Ixo Rai! La Orquestina del Fabirol, La Ronda de Boltaña, Os chotos d'Enbun y últimamente Los Ases.
Ahora, en plena senectud, voy comprendiendo que quizá el principal hilo conductor de todas estas músicas que tanto disfruté y que me hicieron como soy, era el humor. El bueno de Labordeta ya se quedó con toda la seriedad, como un dios avaricioso. Así que dejó hueco para que sus discípulos se rieran de él, del país, de los curas, de los guardias civiles andaluces, de los alámos, de los turistas, de los pantaneros, de los cantautores y de los discípulos de los cantautores.
Recuerdo cuando Pascual nos traía historias de albañiles y pastores que había oído en el Jiloca durante los fines de semana. Lo que nos mantenía unidos a aquel Aragón idealizado era el humor tremendo y somardo, que celebrabámos comiendo conserva de Calamocha y bebiendo Ámbar. Las canciones de Los Ases me recuerdan a aquellas historias: aventuras de gentes terribles e insignificantes a un tiempo. Gentes felices cuando cantan un veinte en oros, se beben varias hectáreas de cebada cada tarde o se roban los ajos entre ellos. Gentes justicieras cuando se les cruzan los cables y empotran el coche cargado con botellas de butano contra la sede de algún partido político madrileño, nada más que para hacer un poquico de limpieza.
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