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Corregudes mítiques: Fira de Sant Joan, 1997.

En este blog hemos reseñado novelas, comics, cortometrajes, coloquios, canales de youtube, boticas antiguas, documentales, ballet y monólogos. Hoy vamos con una corrida de toros. Una que los entendidos consideran "mítica". Los Politkommissare de la televisión pública valenciana decidieron emitirla la tarde del sábado, 27 de octubre de 2025. Mientras, en las calles de la capital se manifestaban decenas de miles de personas protestando contra la lamentable gestión de la barrancada de hace un año. Les juro que no me lo estoy inventando.

Desde siempre, el ser humano ha criado animales para hacer cosas con ellos. Principalmente, comérselos. Pero la mente humana siempre anda perdida en oscuros laberintos, así que también hacemos otras cosas con los bichos, un poco más raras. Cleopatra, al parecer, se bañaba en leche de burra. El presupuesto público da  para todo. "A escote no hay nada caro" es el lema de los borbones. Los ingleses criaban perros para que pelearan con osos y otras fieras. Siempre me había parecido que esa mezcla de crueldad, sexualidad desviada y fanatismo religioso se limitaba a la "desleal isla maldita". Pero resultó que, en el continente, también hay unos cuantos millones de hooligans. No olvidéis que siempre van a votar. Siguiendo con la enumeración de parafilias, había un gallego que se follaba a sus gallinas. Pero en plena fiesta, se apoyó en un muro que, tristemente, le cayó encima, matando al fogoso homo sapiens y a una perpleja hembra de gallus domesticus. En una situación parecida, al presidente valenciano le cayeron 229 muertos. 

A los patricios romanos también les gustaba hacer cosas con los animales. Bueno, en realidad les gustaba hacer cosas raras con los animales, con los esclavos y con los hijos pequeños de los esclavos. Afortunadamente, hace unos siglos se comprendió que la pederastia era muy mala, hace 150 años dijeron que la esclavitud era medio mala y que era mejor que la gente tuviera hipotecas. Pero nos quedaron los circos y los toros. Y todavía andamos discutiendo sobre el tema. 

Los toros bravos son un animal hermoso. Pastan libres, tranquilos, soberanos. Acometen cuando se sienten amenazados. Entonces, emerge de su velocidad inesperada una fuerza brutal y primaria que nos aterroriza y nos conecta con algo telúrico. A los señoritos siempre les gustó lucirse a caballo frente al toro, esa bestia trasunto del mal y del caos. Por supuesto, siempre jugaban con ventaja. Volviendo al segundo párrafo, al rey viejo le emborrachaban los osos que cazaba en Rumanía. Para que hubiera igualdad de condiciones, escribió algún cabroncete. Su antepasado Carlos IV prohibió la muerte y la crueldad con los toros. Pero luego llegó Fernando VII, el borbón por antonomasia y revertió esos avances. Ya se sabe, dos pasitos adelante, uno hacia atrás, como en los bailes tropicales. Durante la gran venganza del rey felón contra los patriotas, sospecho que los que insultaban y lanzaban fango al liberal Riego, camino de la horca, también disfrutaban vareando o apedreando a los toros. Apuesto que algún poeta romántico del XIX hizo de Riego un pobre toro alanceado en la gran plaza embarrada que era la patria triste.

Pero al público le gustaban más las monerías de los villanos que toreaban a pie que los alardes de los señoritos. El XIX fue el gran siglo de la tauromaquia. La nación tenía su "fiesta nacional": sangre para la plebe, inspiración para los literatos, exotismo para los guiris. Y sin discutir el orden social. Los animales se crían en el latifundio, en algunos de los sitios más bellos de España, valga la redundancia. Y se sacrifican frente a las autoridades civiles y eclesiásticas. 

Y la cosa tiene una doble cara. Por un lado, las orgías populares. Bous al carrer las llaman en este país de barrancos traidores y llanuras pantanosas. Con sus pequeñas diferencias "culturales". A los castellanos les gusta lanzarles pinchos a las reses, a los aragoneses y a los valencianos, dejarlas ciegas con bolas de fuego. Por otro lado, la tauromaquia oficial, reglamentada y "mítica". Las de las corridas presididas por el gobernador y alguna borbona. Ambas variantes de la fiesta en clara decadencia hoy; pero bien subvencionadas con abundante leche de burra.

Pero vayamos propiamente a la crónica de la corrida de la tele, que me estoy yendo por demasiadas veredas. Tuvo lugar el 24 de junio de 1997, el día de San Juan en Alicante. Esa ciudad a 5.000 km. de Valencia. Actuaban, en este orden, Luis Francisco Esplá (el local), Enrique Ponce y Vicente Barrera. Por si no lo saben, Barrera es el actual vicepresidente del gobierno valenciano. De extremo centro. Les juro que no me lo estoy inventando. 

Voy haciendo un resumen: los toros sufrieron. Es difícil imaginar ese infierno breve y ritual. Te han cogido en el pasto confortable donde has vivido toda tu vida y de pronto te sueltan en una jaula circular, donde unos tipos vestidos de forma extraña te clavan objetos. Miras al infinito con ojos aterrorizados sin distinguir nada y te preguntas ¿por qué? mientras intentas defenderte o escapar. El dolor es tan brutal. Pero los del disfraz están entrenados. Ya han estado otras veces delante de un toro bravo y hasta se han llevado alguna cornada. Para la hermosa bestia expiatoria es su primera vez, y última. El toro gime, como haría cualquier mamífero, sin saber de guerras culturales ni de jerarquías sociales ni de procesos de construcción nacional. Solamente, dolores desmesurados y sangre que acaba nublando la vista. Y en el supremo final, cuando te meten la espada (Barrera tenía que repetir bastantes veces) una asfixia que te paraliza y derriba tu estampa hermosa. Ya solo eres carne y mito en la memoria de esos omnívoros extraños que son los humanos. A Esplá le dieron tres orejas, a Barrera dos y a Ponce, solamente, una. A todas luces, insuficientes para el cocido. Supongo que también les pagarían algo de dinero. Sacaron a hombros a Esplá y al futuro vicepresidente, que actualmente anda ocupado chuleando al monigote de Mazón y salvándonos de nosotros mismos.




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