"El correo" (2024), de Daniel Carpalsoro cuenta la historia de un chaval de Vallecas, espabilado y atrevido que se dedica a transportar dinero en efectivo desde la España milagrosa a las bancos y joyerías belgas, donde lo lavan y lo dejan hecho un primor de blancura. Ya sé que, dicho así, suena a la trilogía "Transporter" de Jason Statham; pero Carpalsoro ha sido honesto. Ha hecho una cosa entretenida y sin pretensiones.
El primer acierto de la película es el ritmo. Del inicio al fin, las cosas ocurren porque sí, porque estamos vivos, las aventuras que cuenta son sencillas, simples. Todo ligero y rapidito, algo insustancial; pero morbosamente atractivo. Coches de lujo a toda velocidad, atravesando fronteras sin guardias, yates en aquel mar luminoso que una vez fue nuestro, tías buenas, hoteles donde hacen negocios y descansan los hijos de puta afortunados y los chavales valientes que se han atrevido a asaltar los cielos. Queda como cierta sensación de cosquilleo. Alguien podría decir que parecida a la que deja al principio la farli, que aparece en grandes cantidades durante toda la peli. El segundo acierto de la película es vincular el negocio del dinero negro a los escándalos más célebres de la España contemporánea. Ya se pueden imaginar: contratistas que se han hecho a sí mismos, deshaciendo a los demás, respetables emprendedores al calor de lo público, y sobre todo garrapatas y sanguijuelas de los partidos del turnismo. Es decir, el estiércol que todos conocemos. Para que todo quede más claro, entremezcladas con las imágenes de ficción, salen Jesús Gil, Bárcenas, Rodrigo Rato y otros mierdas. Y el chaval de Vallecas es feliz acarreando el botín a cambio de un pequeño porcentaje. Su vida apresurada avanza en paralelo a la historia de nuestro país desgraciado.
Ya se sabe que las comisiones que cobran los del PP son para el partido y para poner plantaciones de aguacates allende los mares ("overseas" dicen ellos). Las del PSOE son pa´ asar vacas y para irse de putas. Siempre han sido más juancarlistas y salerosos. Lo cierto es que la corrupción ha quemado la legitimidad del régimen del 78, quizá irreversiblemente. En lugar, de generar un movimiento popular de regeneración democrática, parece que la mierda solo alimenta a los psicópatas de la extrema derecha. ¿En qué momento se jodió el Perú? Pienso que el individualismo tiene mucho que ver con todo esto. El individualismo es la enfermedad del presente, exacerbada por las redes sociales, por los influencers y otras clases de depravados. Ya no somos españoles o gallegos, ya no somos de ningún barrio, ya no somos hijos de emigrantes o nietos de los vencidos, ahora solo somos individuos, es decir, clientes de un gym. Ni siquiera somos ciudadanos, porque así, tomados de uno en uno, como dijo Goytisolo, no somos nada. El protagonista es como nosotros; pero con más huevos y suerte. Nosotros solamente somos consumidores, abonados a Netflix para ver películas de Carpalsoro, números de teléfono que pedimos comida a riders que aspiran algún día a transportar el dinero negro de los ricos, en lugar de repartir bazofia a unos pobres egoístas, ignorantes e insignificantes, que en las encuestas dicen que votarán a Himmler y a Pavelic.
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