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Oppenheimer

En la adolescencia, me compré muchos libros de las típicas colecciones que lanzan en septiembre. Los primeros son más baratos y parecen más interesantes. Luego se acaba el presupuesto o el interés. Una de esas colecciones eran biografías de científicos. Leí con placer los ejemplares sobre Einstein, Newton y Darwin. Ahora dormirán el sueño eterno en alguna caja de cartón en el trastero del pueblo. Ningún adolescente volverá a leerlos nunca. Yo me veía como futuro científico, sin darme cuenta de que lo que me gustaba era la historia, no la ciencia, o mejor dicho, el pensamiento científico. Entendía (o creía entender) las ideas de estos gigantes y el marco histórico en el que tuvieron lugar; pero en el momento en el que había que profundizar un poco en las ecuaciones de Lorentz o en las leyes de la genética, mi pereza todopoderosa me hacía desistir del tema. Oppenheimer también tenía su volumen en esa colección y creo recordar que lo leí con interés.

Después, ya como docente, volví a pensar en el proyecto Manhattan. Quizá, hasta los proyectos espaciales de los 50, la humanidad no había intentado nada semejante. Si el siglo XX fue el del triunfo casi absoluto de los Estados Unidos como potencia industrial (sobre Alemania en 1918 y en 1945 y sobre la Unión Soviética en 1989), el proyecto Manhattan fue el gran golpe en la mesa, la demostración del poder último de la ciencia y la tecnología occidental. Y del capitalismo, añadirá algún creyente. Nunca hasta entonces había sido tan claro lo imbricadas que estaban la ciencia, la tecnología y el poder militar en el mundo contemporáneo. El ejército estadounidense (más concretamente, el Cuerpo de Ingenieros) lanzó este proyecto descomunal, que llegó a emplear a 130.000 personas. En la cabeza del proyecto, la élite mundial de la física teórica y de la física aplicada. Muchos de esos científicos (entre ellos, Oppenheimer) eran de origen judío. Los imagino especialmente motivados, tanto en lo emocional como en lo intelectual. La ciencia de los neutrones rápidos contra la ciencia aria. Y por el camino, decenas de complejísimos problemas técnicos y científicos que resolver. También los británicos tuvieron su gran desafío: desencriptar Enigma (una versión simplificada de la cual fue también usada por el ejército franquista en la guerra del 36). Pero había una diferencia importante: los matemáticos polacos y británicos que jodieron al hijoputa de Hitler sabían que Enigma y su código podían (teóricamente) ser desencriptados. Los físicos estadounidenses (y arrimados) del Proyecto Manhattan no sabían si (teóricamente) se podía llegar a alcanzar la masa crítica de material fisionable en condiciones de seguridad para producir la reacción en cadena. Quizás, a mediados de marzo de 1944, los que dirigían el proyecto confirmaron que se podía construir el explosivo que buscaban y demoler Berlín o Múnich. Hay algo de sentido histórico en el hecho de que la bomba cayera finalmente sobre los japoneses. Putos amarillos. Para que vayáis aprendiendo la lección. El triunfo definitivo, brutal, inhumano de los occidentales y sus ecuaciones diferenciales.  El problema actual es que todos los demás también saben ya resolverlas...

Vi la película en nuestro cine habitual de verano, el de Águilas. Y me gustó. Nolan tiene oficio. La trama remueve la caza de brujas, las envidias y enemistades del genio y, por supuesto, el sentimiento de culpa del que abrió la caja de Pandora de la destrucción total. Algunos dirán que la cosa les salió demasiado solemne, ¿cómo no?




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