Vivimos a través de las emociones ajenas. Los padecimientos y las alegrías de los otros nos hacen llorar y reir. Espejos sutiles de nuestro yo vacío frente al televisor deshonesto. La empatía, esa ilusión, ese prodigio evolutivo. El arte todo, especialmente el audiovisual, es la manipulación de esa empatía, de la envidia, de la solidaridad más pura. Y esto vale para la mierda de las telecinco y para los poemas que Miguel Hernández escribió en la cárcel. Aunque haya universos de diferencia en la intención o en la artesanía usada. Las dos últimas pelis que hemos visto tenían mucho de ese trabajo emocional. Ambas logran que el espectador se ponga en el lugar de los protagonistas y que sienta un poco su dolor y un poco su lucha por vivir. Y que salga del cine con la ilusión de haber llenado un poco esa nada que nos inunda por dentro. Con menos arte, con otros actores u otro atrezzo, ambas pelis serían telefilmes para después de comer. Pero, afortunadamente, ambas son d...