Cuando era pequeño, me impresionaban sobremanera los bailes “rusos”. Especialmente, ese paso en el que el danzante, agachado en cuclillas, lanzaba las piernas hacia adelante con brío poderoso. Por supuesto, intentábamos imitarlo, pero el culo acababa en el suelo. Con los años, aprendimos que no servíamos para bailar.Y que el adjetivo “ruso” cubría como una pesada manta, a muchas y distintas naciones, que no eran rusas y que también bailaban, cantaban y bebían alcohol a mares. El viernes por la noche, casi por casualidad, fuimos al Olympia a ver un espectáculo de música y danza titulado “Los cosacos de Ucrania”. El teatro estaba casi vacío, supongo que conseguir público en agosto es tarea ardua. Todo fue muy folclórico y sencillito, algo pobretón y artesano; pero la actuación nos gustó. Cuatro parejas de danzantes saltaban y lanzaban las piernas con brío y ritmo. Música alegre, baile trabajado y exigente. Trajes regionales. Y esas sonrisas eslavas, tan inquietantes. De vez en cuand...