Cuando era pequeño, me impresionaban sobremanera los bailes “rusos”. Especialmente, ese paso en el que el danzante, agachado en cuclillas, lanzaba las piernas hacia adelante con brío poderoso. Por supuesto, intentábamos imitarlo, pero el culo acababa en el suelo. Con los años, aprendimos que no servíamos para bailar.Y que el adjetivo “ruso” cubría como una pesada manta, a muchas y distintas naciones, que no eran rusas y que también bailaban, cantaban y bebían alcohol a mares.
El viernes por la noche, casi por casualidad, fuimos al Olympia a ver un espectáculo de música y danza titulado “Los cosacos de Ucrania”. El teatro estaba casi vacío, supongo que conseguir público en agosto es tarea ardua. Todo fue muy folclórico y sencillito, algo pobretón y artesano; pero la actuación nos gustó. Cuatro parejas de danzantes saltaban y lanzaban las piernas con brío y ritmo. Música alegre, baile trabajado y exigente. Trajes regionales. Y esas sonrisas eslavas, tan inquietantes. De vez en cuando cantaba con voz potente y hermosa una chica gordita, acompañándose del que se considera el instrumento cosaco por excelencia, la bandura.
Los cosacos formaban una élite cívico militar en el antiguo imperio ruso. Mantenían una semi independencia territorial y política en sus propias áreas mientras ayudaran a degollar judíos o a reprimir a los motines de hambrientos. No es de extrañar que fueran los más formidables enemigos de los bolcheviques y que el estado soviético casi los exterminara. Con el retorno simbólico a antes de 1917, su cultura ha experimentado un renacimiento. En el caso de Ucrania, mucha de la construcción de la nueva imagen nacional frente a Rusia, se ha basado en la memoria de los cosacos de Ucrania. Es lo que tiene el folclore, ese arma.
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