Son unos cuatro o cinco millones.
Mayoritariamente blancos, hombres, angloparlantes. Trabajan para
multinacionales. No son fieles a nadie. A ningún país, a ninguna empresa, a
ninguna familia. Solo tienen una religión: evitar pagar impuestos. Nihilistas,
descreídos, pragmáticos, cínicos, eficientes. Educados en las mejores
universidades. Acostumbrados al avión, a los mejores hoteles, a usar un
lenguaje impersonal y aséptico. Decididos a tomar decisiones brutales para
mejorar el resultado financiero a corto plazo, al coste que sea. Siempre
mirando la agenda en el prodigio tecnológico que llevan en el bolsillo de la
americana. Soñando con el retiro para disfrutar de lo ganado-saqueado. Son los
que mandan en este mundo acelerado y bullicioso. El personaje de esta excelente
novela del asturiano Ricardo Menéndez Salmón, un tal O’Hara es uno de ellos.
O’Hara sabe de arte abstracto y de
matemáticas. Está obsesionado por los accidentes, especialmente, los de
aviación. De ahí el título. El piloto Andreas Lubitz fue el hijoputa que estrelló
su avión en los Alpes en el 2015. En el 2025, O’Hara vive una trama que recorre
el mundo: China, España, Egipto. Y conoce al capitalismo en su más íntima
expresión (el personaje de Control), trata con los comunistas chinos, visita
los mejores museos. Bebe. Folla con muchachitas chinas. No tiene
remordimientos, ni ilusiones. Vive.
La prosa de esta novela breve
está empapada de angustia, de vacío. La falta de moral y de futuro del
protagonista te atrapa, te entristece. Y das gracias por ser de algún sitio, por
comprar en las tiendas del barrio, por tener que preocuparte del día a día, por
tener que trabajar hasta la jubilación. Ver los huesos del sistema tan de cerca
acojona. Supongo que notar el vacío de la vida tan de frente, te sacude por
dentro.
“Quizá por eso, caminando entre en silencio hacia el hotel, dudó entre
la Sabiduría y la Justicia. Pero la Sabiduría era triste y la Justicia era
ciega. Y aquella quimera encerrada en un cuerpo de mujer no estaba abrumada por
la pena y tenía unos ojos hermosos que miraban a O’Hara con más afecto que lascivia,
así que cuando ya dentro del ascensor (…) ella se giró quitándose los
pendientes, ofreciéndole la blanca y nítida visión de su espalda, en ese
segundo de infinita belleza en que todo se detuvo alrededor de cierto gesto
femenino tan cotidiano como asombroso, O’Hara comprendió que ella era la
Soledad y que él iba a convertirse en su jinete.”
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