El padre y el tío han decido vender el viejo piso de los abuelos. Hacía años que no entraba allí. Acudí para ayudar a desmontar algún mueble y cambiarlo de sitio. No era necesario. La cuadrilla de negros sonrientes que contrataron para vaciar el piso, lo hizo. Si algún día, alguno de ellos vuelve a casa de sus padres o de sus abuelos en Senegal o donde sea, también sentirá esa melancolía infinita, esa ternura extraña, ese desasosiego que yo sentí al ver los muebles viejos de los abuelos, el sofá gastado, los electrodomésticos que con tanta ilusión se compraron y que nadie ha usado en muchos años. La vida pasa a toda velocidad. Y solo me doy cuenta cuando miro con un asombro mineral la silla donde el abuelo disfrutaba las largas tardes de invierno leyendo los libros que yo le sacaba de la biblioteca de Mislata, la cocina donde la abuela hacía paellas perfectas, las paredes decoradas con papel o con gotelé. Aún están como entonces. Pisos de clase media tirando a muy media, en los cinturo...