El padre y el tío han decido vender el viejo piso de los abuelos. Hacía años que no entraba allí. Acudí para ayudar a desmontar algún mueble y cambiarlo de sitio. No era necesario. La cuadrilla de negros sonrientes que contrataron para vaciar el piso, lo hizo. Si algún día, alguno de ellos vuelve a casa de sus padres o de sus abuelos en Senegal o donde sea, también sentirá esa melancolía infinita, esa ternura extraña, ese desasosiego que yo sentí al ver los muebles viejos de los abuelos, el sofá gastado, los electrodomésticos que con tanta ilusión se compraron y que nadie ha usado en muchos años. La vida pasa a toda velocidad. Y solo me doy cuenta cuando miro con un asombro mineral la silla donde el abuelo disfrutaba las largas tardes de invierno leyendo los libros que yo le sacaba de la biblioteca de Mislata, la cocina donde la abuela hacía paellas perfectas, las paredes decoradas con papel o con gotelé. Aún están como entonces. Pisos de clase media tirando a muy media, en los cinturones rojos de las ciudades de la emigración de los 70. También vi los viejos muebles del piso de mis padres. Me recordé a mí mismo agarrado a las patas de la mesa del comedor, sobadas, gastadas, vividas. Me asombra que ahora sea tan pequeño el mueble que yo veía gigantesco, inalcanzable, desde el suelo. Ya debe estar todo en la basura o en alguna hoguera senegalesa. Esos espacios secretos de la vida cotidiana que solo me pertenecían a mí. Y ya no están.
El domingo nos fuimos de calçotada hacia el norte. Benditas tradiciones de los amigos-compañeros. Para hacer apetito, visitamos el Mas Miró en Montroig, la casa de veraneo donde el célebre pintor pasaba sus vacaciones. Han conservado los muebles, las estancias de los señores y de los masoveros. Aunque no tienen ningún cuadro del que que presumir, ni ninguna de sus grandes estatuas, alargan lo que pueden la visita. Personalmente, no me interesa demasiado ni el arte contemporáneo ni la vida del Joan; pero disfruté viendo los espacios donde tuvo lugar la vida de todas esas personas que ya no viven. Me imaginé al pintor jugando mentalmente con los dibujos y las cenefas de los ladrillos del suelo. Si algún día tengo tiempo, me pondré a buscar en la obra del barcelonés alguna de esas cenefas que pisó durante años, cotidianamente, cada verano luminoso.
Pienso que, realmente, los que vivieron allí eran los masoveros. Y que, cubiertos por el espíritu del pintor, aún están sus espíritus, sus alientos, sus esfuerzos diarios, sus hambres, sus siestas de invierno, las pisadas de sus albarcas cuando volvían de la almendra o de la vid. Quan vindràn els senyors de Barcelona? Los masoveros, los habitantes del mas, la masía, la masada. Me deleito en la palabra, tan catalana, tan aragonesa. El gran Labordeta les hizo una canción En mi pueblo, les llamaban "masaderos",voz que también recoge la RAE. En uno de sus libros, el poeta cuenta la siguiente conversación, oída en algún pueblo del Maestrazgo aragonés, al otro lado de las montañas que veíamos el domingo. "Tocan las campanas. ¿Quién se ha muerto? Nadie, un masadero". El lugar en el que vivimos nos llena y se llena de nosotros, para solaz de los visitantes y del concejal de cultura del pueblo con personaje famoso del que presumir. Al menos, no han tirado ese "llit d'Olot" o esas mesas masoveras-masaderas y tienen algo que enseñar a los turistas gastronómicos.
Y la vida sigue pasando. Vemos últimamente pelis muy lacrimógenas. La semana pasada vimos "Ma ma" (2015), un drama flojillo y facilón de Julio Medem, al que si siquiera salva la presencia de Santa Penélope y del Tosar. Hay un cáncer y una recaída y una niña que viene al mundo a llenar el espacio que dejará su madre, que apura la vida con humor, mientras disfruta del apartamento, de sus libros de profesora diletante, de su espacio cotidiano. El alma se va quedando a jirones en los objetos que usamos, en la cama donde sudamos y soñamos, en las cucharas que nos alimentan. Mientras veía la peli, miraba mis libros de ajedrez, los platos y los muebles que Merche cuida con tanto cariño, tanto como las mujeres de las masadas cuidaban sus escasas pertenencias. Yo no podía olvidar lo que me dijo Pedro, un vecino afable, que vivió algo parecido a lo de la película: "La vida consiste en llenar algún sitio de trastos, que alguien tendrá que tirar cuando ya no estemos".
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