Yo me arrastraba por mis primeros cursos de ingeniería industrial. Llegaba muy pronto al campus, casi al amanecer, dispuesto a ir a clase; pero acababa en la biblioteca de la universidad. Me engañaba diciéndome a mí mismo, vanidoso y adolescente, que le sacaría más provecho al tiempo estudiando por mi cuenta que tomando apuntes en aulas repletas de aforos ilegales, escuchando a confusos profesores sobrepasados por la masificación. Pero acababa leyendo cualquier cosa distinta del cálculo o de la física. En aquella época, los libros todavía eran el principal distractor de los otros libros y quedaba tanto tiempo para los exámenes parciales...Suena raro pensar que una biblioteca era la sede de mis perezas. Hoy en día, hemos aprendido a procrastinar de otras formas. Entonces, solo estaban los benditos libros. Mis manos y mis ojos debieron tocar muchos en aquellas mañanas largas y holgazanas.
Recuerdo el "Groucho y yo", una autobiografía divertida e inteligente del gran cómico estadounidense. Y también saltar, durante horas, de entrada en entrada, por un desubicado diccionario Euskara-Castellano. Pero sobre todo, recuerdo el "Gárgoris y Habidis. Una historia mágica de España". Sánchez Dragó ha muerto hoy, están diciendo en la tele.
Como muchos otros, lo único que leí de él fue aquel libro. No voy a volver a esa biblioteca de mi juventud a buscar otra obra suya. Ya casi no leo libros. Por lo demás, fui descubriendo que el escritor madrileño era un pillo que se dedicó a vivir lo mejor posible y a imaginar boutades para vivir del cuento. Y parece que lo logró, aunque al final, le tocó forzar mucho la máquina y el cuento follaniñas se le convirtió en una macabra historia de zombis nazis, que le comieron el cerebro.
Pero reconozco que a mí me hipnotizó el "Gárgoris..." (1978). Y no solo a mí. Le dieron el Nacional de Ensayo al año siguiente de su publicación. El tocho (creo recordar que eran varios tomos) lo consagró como uno de los intelectuales de postín de una España que andaba necesitada de ensayos, de intelectuales y de postín. Sánchez Dragó fue el típico escritor comunista de buena familia que entraba y salía del trullo (dentro, al reparto de hostias, sólo se quedaban los obreros iletrados). Después, se transformó en un vendepócimas que echaba sermones sobre espiritualidad, sobre Oriente y que además, vendía toneladas de libros.
Supongo que los lectores de aquellos años necesitaban que alguien con
poca honestidad intelectual y que había consultado muchos libros raros, les contase que España era algo más que el cortijo triste y mal gobernado por un generalote africano que acababa de
morir. Que España era algo mágico, que no acababa en las afueras de
Madrid, sino que estaba en las leyendas gallegas y vascas, en los mitos
del Atlántico, en San Juan de la Peña y en Montsegur. Muchas páginas de hallazgos luminosos y asombrosas relaciones ("se non è vero, è ben trovato").
La obra recorre leyendas y mitologías desde los pueblos prerromanos de la Península Ibérica hasta los reinos de la edad media y los va enlazando unos con otros intentando dibujar una especie de subconsciente colectivo hispánico. En todo el libro se combina una abrumadora y aparente erudición con un estilo ágil y atractivo. Por sus páginas pasan, por supuesto, Tartessos, la tauromaquia, la Atlántida, los Templarios, los Judíos que descubrieron América y el Lute, todos ellos mágicos, únicos, representantes de una España (Hispania-Sepharad) inmemorial y perenne. De pronto, descubrimos que éramos herederos de una estirpe de magos y sabios, tan gloriosos y esotéricos como los druidas franceses o los Merlines ingleses.
Imaginen el impacto que tuvieron esos trucos, esa avalancha, sobre un muchacho de ciencias que se las daba de letraherido porque había leído una o dos novelas más que sus compañeros de carrera. Como tantos otros lectores, disfruté de aquellas páginas y todavía me acuden a la mente algunas cosas de aquella gran obra:
"Antes de que Dios fuera Dios/ y los peñascos, peñascos,/los Quirós eran Quirós/ y los Velasco, Velasco"
Luego, pienso que ningún estudiante, ni de ciencias ni de letras, volverá a perder el tiempo, leyendo en las mañanas tempranas una impostura brillante y solemne como aquella. Los tartesios no serán más que uno de los roles en algún juego en red y si alguna vez se vuelve a hablar de Prisciliano es porque lo saca Iker en su programa de la tele. El mundo se ha hecho plano como una pantalla.
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