Como casi todos los súbditos de este triste reino, he sido futbolero. El fútbol, ese rito de la tribu, esa rutina simplona, esa conversación aburrida. Incluso llegué a tener un pase, por culpa de mi viejo compañero de carrera, Javi. Así que acudí varios ejercicios a Mestalla, cuando el Valencia todavía era capaz de vencer, muy de vez en cuando, a los dos mandriles dominantes: el antipático Madrid y el antipático Barça. Y yo, activo y sonriente, iba y venía, y por los Camins al Grau, me entretenía. Pero el rebaño del Mestalla me empezó a caer todavía más antipático que los mandriles. No había ni rastro de épica, y sí mucha caspa, mucha coentor, el olor de los senyorets de la Ribera que venían los diumenches al Cap i Casal. Los que conozcan la ciudad del Turia, saben a lo que me refiero. Después, llegarían los chinos, con otros olores.
También viví algunas alegrías con el Zaragoza, el equipo de mi hermano y sus amigos, a los que me arrimé buscando un Aragón, que, si existió alguna vez, ya no estaba en aquellos afanes deportivos. Del mismo modo que la ciudad que le da nombre, el club blanquillo no entendió nunca que era el mejor representante de un país pequeño y honrado. El problema es que el país no daba más de sí, como cantaban los Ixo Rai, y se dejaba engañar con facilidad. Como ocurrió con el Valencia, con el Murcia, con el Hércules, y con tantos otros históricos, en el Zaragoza, entraron unos pillastres que arrasaron los clubes, y los condenaron a vagar por una eterna mediocridad de contabilidades trucadas, mientras el Barça compraba a los árbitros y Florentino decidía los presupuestos públicos desde los palcos del Bernabéu.
"El fútbol es el opio del pueblo", escribió un primo de Engels y a mí me gustaba más el vino que el opio. Leí varias veces el famoso "Fútbol a sol y sombra" de Galeano y me emocioné con algunos de sus párrafos: "En las canchas alemanas, era siempre el más bajo y el más gordo: un hamburgués rechoncho y petizo que tenía un pie más grande que otro. Pero Uwe Seeler era una pulga cuando saltaba, una liebre cuando corría y un toro cuando cabeceaba. (...) Él pertenecía al Hamburgo en cuerpo y alma. (...) despreció todas las ofertas que tuvo, muchas y muy suculentas, para jugar en los más poderosos equipos de Europa. (...) Participó en cuatro campeonatos mundiales. Gritar Uwe Uwe! era la mejor manera de gritar Alemania, Alemania!"
Pero nuestro presente ya no es ese juego de los vencidos, ese deporte de obreros alegres que los marineros ingleses llevaron a Águilas, a Algeciras, a Buenos Aires, a Montevideo, a todos los puertos del mundo. Así, que, en los últimos años, cuando alguien sacaba el tema, yo solo sabía hacer la gracieta. "¿Pero... todavía existe el fútbol profesional?¿No lo han prohibido los social-comunistas?" ¿Qué otra cosa se podía decir ante este gran caldero de mierda gobernado por ex-falangistas y post-delincuentes, que sacan tajada de la reventa de carne brasileña y senegalesa y de los cursos de Formación del Espíritu Nacional con camiseta roja que emiten cada 3 meses en todas las teles? Todo quedó atado y bien atado...
Así que anoche, acudí al remozado estadio Ciutat de València a ver el Levante-Zaragoza, con cierto reparo y pinzas en la nariz. Pero la cosa empezó bien. "Esto parece el basket", dijo mi cuñado. Después de 86 años, esos mismos post-delincuentes de la Realísima Federación Española de Fútbol, han reconocido el título que ganó el Levante en Barcelona el 18 de julio de 1937. Luces, música, pipas. Repito: 86 años. Quizá han tardado tanto porque el equipo del Cabanyal no ganó el título ni en Arabia ni en ningún lejano país de esos donde se esconde el rey viejo. O quizá porque no les gusta que, en algún lugar, todavía haya recuerdos de esa España que se defendía desesperadamente, con mucha legitimidad y pocas armas, y que organizaba Congresos de intelectuales y Campeonatos de football, mientras soñaba con un mundo mejor y los nazis alemanes y los fascistas italianos les bombardeaban a placer. Y sin embargo, aunque no la quieran ver, esa España libre sigue ahí, escondida en algún rincón de sus estadios, en las competiciones de barrio, en los recuerdos antiguos de los viejos clubes de pescadores y portuarios, como el Levante, y en alguno de los hilos de la camiseta roja (la oficial son 300 euros, la copiada en China, 25 euros). Algún día, esa España, ese Aragón, volverán, para juzgar a los de las contabilidades trucadas, a los de las camisetas falsas y a los pillastres de Arabia. Por cierto, el partido del viernes acabó 1-1. Entretenido, vibrante. Abracé a mi viejo amigo Juan Carlos y a Tania, la pelirroja más guapa de todas las pelirrojas aragonesas, vestidica de granota, feliz junto a su padre bueno. Me sentí digno, feliz, bueno. El Levante todavía puede subir y el Zaragoza todavía puede aguantar en segunda.
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