He pasado unos días hermosos andando por las frescas montañas de Guipúzcoa con dos buenos amigos. Durante esos días han venido a mi mente en varias ocasiones dos libros de uno de mis autores preferidos. A través de esos libros, he intentado entender la realidad de lo que estaban viendo mis ojos y mis botas de senderista. Pero a su vez, las historias que leí en esos dos libros, deformaban esa realidad que estaba delante de mí y me hacían ahogarme en un mar de tópicos y lugares comunes. La literatura como un gran prismático y también como una lente deformante. El autor al que me refiero es, obviamente, Bernardo Atxaga. Y los dos libros, escritos originalmente en euskera y traducidos por el propio autor, son: "Un hombre solo" (1993) y "El hijo del acordeonista"(2004).
Uno de los hostales en los que nos alojamos, cerca de Arrate, me recordaba al hotel rural en el que se ambienta la primera novela. Ese hotel es el refugio de un ex-miembro de ETA, que vive entre la angustia por ocultar su pasado y la incertidumbre de lo que ocurrirá cuando la organización vuelva a pedir su colaboración.
Y al llegar a Elgeta (Elgueta), en el Debagoiena, no pude evitar acordarme de "El hijo del acordeonista", que creo que ya he nombrado alguna vez en este blog. En la larga tarde que Jorge y yo pasamos, viendo como el cielo se oscurecía y haciendo la ronda de bares por la aldea. Los borrachines euskaldunes de narices rojas y anchos hombros con los que compartíamos tedio podían haber sido cualquiera de los protagonistas de aquella novela certera y potente.
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