El libro empieza así: “A mediados del siglo IX d.C. Ibn
Jurradadhbeh calificó la Europa occidental de fuente de “eunucos, niñas y niños
esclavos, brocado, pieles de castor, gluten, martas cebellinas y espadas” y no
mucho más. Un siglo después, otro geógrafo musulmán, el gran Masudi escribió
que los europeos eran gentes de mente embotada y hablar pesado”. Para
seguir: “Seis siglos más tarde, los francos
(…) les llevaban la delantera en ciertos tipos de matemáticas e innovaciones
mecánicas. Se encontraban en la primera etapa de creación de la ciencia y la
tecnología que serían la gloria de su civilización y el arma afilada de su
expansión imperialista. ¿Cómo habían logrado todo esto aquellos palurdos?”.
Efectivamente, el desarrollo de la
ciencia y la tecnología requirieron que los europeos se pusieran a cuantificar.
Aristóteles podía hacer bonitas afirmaciones sobre el movimiento de los
objetos; pero no eran ciencia, en el sentido de que no eran contrastables. Para
que hubiera un Copérnico y un Galileo (y para que los cañones y los barcos
europeos esclavizaran al resto del orbe) fue necesario que se empezara a medir
el tiempo y la distancia con cierta precisión. Y a ese proceso (entre los años
1250 y 1600) se dedica este librito, que compré de saldo ya hace unos cuantos
años.
Y aunque hay buenas críticas por ahí, a mí, me ha decepcionado
un poco. En mi opinión, los temas quedan un poco cortos y deslavazados. Hubiera
agradecido menos párrafos sobre la perspectiva ¡cuánto les gusta a los
anglosajones la pintura italiana! y más sobre la medición del tiempo o las
distancias marítimas. El libro adolece de otro defecto común: una profunda ignorancia
sobre el papel de los árabes hispanos en la transferencia del conocimiento clásico
a la Europa occidental: una sola referencia a Alfonso X, el sabio. Supongo que
manejarse solo en inglés limita un poco. Del mismo autor, me parece mucho mejor el
imprescindible “Imperialismo ecológico: La expansión biológica de Europa,
900-1900” también en editorial
Crítica.
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