A Merche se le ocurrió que
fuéramos al teatro en la tarde del último domingo gris del año. Cuando supe que
la protagonista de esta nueva versión teatral de la célebre novela de Rododera
era Lolita, desconfié un poco. Supongo que muchos prejuicios rondaban por ahí.
El traslado, siempre arduo entre lenguas hermanas, del catalán al castellano. La posibilidad
de un monólogo aburrido e interminable. Y sobre todo, si no sería demasiado
desafío para la hija de Lola Flores.
Pues bien, Merche acertó y todos
esos perjuicios se fueron a la mierda, en cuanto Lolita, sola en el escenario
empezó a contarnos su vida. La vida de Natàlia, la “colometa” y de la senyora
Natàlia. La historia de toda una generación de mujeres anónimas, cuya vida fue
atravesada por un oscuro tren cargado de muertes y desolación. La historia de
tantos silencios obligados y de tanto desamor y de tanta soledad que solo podía
expresarse mediante el largo grito mudo pero ensordecedor con el que la
protagonista nos hizo estremecer en el clímax de la obra.
Se estableció una conexión
extraña y oculta entre la gran dama de las letras catalanas y la gitana y todas
las mujeres de todas las épocas. Una conexión femenina más allá del significado
de las palabras y de la lengua usada, y de la época que a cada una le ha tocado
en suerte. Y que a los hombres payos nos cuesta tanto entender. Una conexión
que el arte sostiene en el aire mágico del teatro y de los tablados. El arte
que expresa la pena y todas las penas y que poca gente como los gitanos ha sido
capaz de invocar. Era algo que no podía quitarme de la cabeza cuando anoche vimos
en la 2 “Camaron”, la película de Chávarri, con Jaenada haciendo del célebre
cantador. Tan desvalido, tan grande, tan terriblemente humano, tan artista.
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