Fuimos al teatro hace tres semanas. Supongo que nos llamaron la atención los nombres de los actores del
estreno. Echanove ha conseguido su plaza de titular en el pequeño corral del
star system ibérico y tiene su tirón y su público. Como la compañera era la
Galiana, ese público era más bien mayorcito. Yo me distraía pensando que mi
pensión no será como la de las repeinadas ancianitas que reían con la comedia.
Ni mi futuro será el de los viejitos de buena ropa y bigote arreglado que ahora
dudan entre votar a los de siempre o a ese chico catalán tan buen chico.
Se trata de la adaptación de una
peli argentina de Santiago Carlos Orvés, que dirigen el mismo Echanove y Jordi
Galcerán. El planteamiento es resultón de tan sencillo: el hijo que va a ver a
la madre viuda, para gruñir, quejarse y pedir, y acaba descubriéndola y
redescubriéndola y por tanto, descubriéndose y redescubriéndose a sí mismo.
Quizá yo estaba trascendente esa
noche, y no me llegaron muy adentro las conversaciones, ingeniosas y bien
interpretadas. Algo no era creíble en todo aquello. Los acentos de madre e
hijo, tan distintos, el decorado, el contraste entre la situación y los chistes...
Solo el ingenioso truco argumental de la segunda mitad me alumbró algo. Pero no pude evitar pensar en las soledades. En las
soledades de las madres y en las soledades de los hijos, con sus hipotecas, sus
4X4 y sus hijos malcriados. Para ahuyentarlas y para quitarme la
trascendencia, nos metimos en el Sagardi
y comimos pinchos y bebimos rioja como hace el Echanove en la tele.
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