Semejante orgía de malformaciones estéticas y sociales tenía que superar cualquier chiste, meme o maledicencia que se hiciera a partir de ellas, y de hecho, las superó. Parecía la obra maestra de un genio con vista social. Un "Luces de bohemia" del siglo XXI, con mejores actores y más mala hostia, y al mismo tiempo, un tratado luminoso sobre la España de siempre. Era la boda de la hija del Aznar y la Botella en el Escorial, mejorada. Quizá con menos boato y menos delincuentes; pero más absurda y más humana. Una licenciatura en sociología o en políticas contada con salero y concentrada en menos de lo que dura una misa de alcurnia. Mucho mejor que la vieja canción del difunto Sabina sobre el entierro de Sauron. Mejor que cualquier libelo erótico-festivo de los que se publicaban en el XIX con Isabel II, la llamada "reina castiza" dando rienda suelta a sus instintos venéreos. Fue mejor que todo eso. Y en directo. Y de verdad. Ni la IA más cabrona habría sido capaz de concebirlo. Había señoras de apellidos compuestos vestidas de indígenas, políticos del partido del pueblo, las teles públicas haciendo la pelota al alcalde de la villa, el alcalde la villa haciendo la pelota al rey delincuente, el rey delincuente con su nieto Fernando VII, y estaba Florentino, por supuesto, organizando el corral y detrás de las vallas de seguridad, la plebe, haciéndoles la pelota a todos.
Cuando se me pasó la pechada de reír, estuve pensando en las oligarquías españolas, es decir, madrileñas. El bodorrio y sus ridículos invitados no dejaban de ser la esencia destilada, la caricatura del poder de verdad. Apellidos repetidos una y mil veces en todas partes, en todos los consejos de administración, en las direcciones generales de Madrid y de provincias. Pensé en la jerarquía interna de estas élites, algo así como una cadena trófica de la economía extractiva. Arriba, cagando a los de abajo, las empresas de las obras (Florentino), las eléctricas, y los bancos, con apellidos vascos que suenan a limpieza de sangre y a dinero público. Un escalón más abajo, los cercanos a la familia real o a los Sauron, con partes alícuotas del botín según la cercanía genética a los próceres y según la dureza de las caras duras. Luego, los de los apellidos compuestos, propietarios de tierras en el sur, es decir, propietarios de hambres y subdesarrollos ajenos desde hace muchos siglos. Y en los palos de un poco más abajo, los altos funcionarios del estado, de misa dominical y de quinquenios consolidados. Con un solo apellido compuesto y muchas aspiraciones. El hijo bruto para el ejército, no sea que haya que volver a defender el gallinero, como en el 36. Y el que sale listo, de juez o de abogado del estado, como el novio. Dios nos libre de estudiar ciencias o ingeniería, eso para los luteranos. También, pensé, con tristeza, en que a casi todos nos gustaría formar parte de ese corral y de sus privilegios. Pero no hemos tenido o la cabeza, o el estómago, o el código postal necesarios...
Pensé que a algún maldito escritor se le podría ocurrir ubicar un crimen en la boda. Quizá en los baños del restorán, quizá en la fiesta en la finca de la abuelita. Una trama relacionada con la corrupción, o con un antiguo odio porque en el colegio religioso se reían de mí. Quizá alguien parecido a Poirot, inteligente, ambiguo, servil, podría resolver rápidamente el crimen sin mácula para sus majestades ni esperas incómodas para tan altos invitados. Al fin y al cabo, Poirot recuerda a algunos de los pelotas que salen en las tertulias y que hacen méritos para que los inviten a esas bodas horteras.
Lo digo porque en la última estancia en Murcia, me releí la tercera novela que publicó Agatha Christie. "Asesinato en el campo de golf" (1923), en una colección de novelas de misterio de letra pequeña y lectura incómoda, propiedad de mi cuñado y que yo también tengo en alguna caja. Al fin y al cabo, los Dramati Personae de esas novelas, en especial las protagonizadas por Poirot, casi siempre pertenecían a cierta oligarquía británica o francesa. El equivalente a los últimos escalones del tercer párrafo: nobles de medio pelo, que conservan el caserón señorial (el equivalente madrileño sería el viejo marqués que ha ido vendiendo lo que queda del latifundio extremeño), militares retirados que se han traído un sirviente misterioso de algún extremo del imperio (el equivalente madrileño sería algún antiguo alférez provisional que, después de la gloriosa Cruzada, se quedó en el ejército y se trajo a algún moro), y una señorita bella y de oscuro pasado (el equivalente madrileño sería alguna coplista a la que se folló el rey viejo en otra novela).
Hubo suerte y en la boda solo hubo que lamentar gasto público y resacas privadas. En la novela, la resolución del Whodoit es absurda, casi humorística. Dios, gracias por el fuego, por el humor y por las novelas de Agatha Christie.
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