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Vasil (2)

Vasil (Iván Barneev), un migrante búlgaro, llega a Valencia. No tiene donde dormir. Un jubilado de buena posición social (Karra Elejalde) le acoge en su casa. Para asombro de la hija del jubilado (Alexandra Jiménez), establecen una estrecha relación. Y eso que el padre es más bien rancio. Tienen una afición en común: el ajedrez. Hay largas conversaciones vespertinas, a modo de samar, ciertas desconfianzas; pero son, ante todo y sobre todo, dos seres humanos buscando la humanidad en el otro, en los otros. Con este planteamiento tan sencillo, Avelina Prat construye una película agradable, un poco lenta; pero que deja cierta sensación de paz en el alma. Y siempre nos gusta ver imágenes de la ciudad del Turia. 

El planteamiento me llegó a lo hondo. Era inevitable pensar en nuestro amigo búlgaro D, al que también dejaron caer en Valencia hace muchos años y que salió adelante a base de esfuerzo y bonhomía. La directora basó la historia en hechos reales. Me pregunto si conoce a D. Aunque nuestro amigo es bastante más grandullón y saleroso que el personaje de Barneev.

La peli usa el ajedrez (y también el bridge) como excusa para el vínculo entre los dos protagonistas. No opinaré sobre cómo se representa el juego de cartas, ya que no sé del tema; pero en lo que toca al ajedrez, y como suele ocurrir en el cine español, no lo hacen bien. Es la primera vez que puedo reprochar al bueno de Karra algún problema en su interpretación. Cuando toca las piezas, se nota que no es un jugador. Intentan representar alguna partida entre Vasil, al que se supone muy bueno y Karra, que pierde siempre; pero no  es creíble. Juegan sin reloj, algo improbable entre jugadores de cierto nivel. Acuden a un sitio que pretende ser un club de ajedrez. Hay otros dos actores que intentan ser ajedrecistas. Pero tampoco lo consiguen. Y para más delito, se supone que Karra juega ajedrez postal. Como decimos siempre, podrían haberle preguntado a alguien y nos habrían hecho la peli un poco más agradable (ya lo es) para los aficionados.

Volviendo a lo serio, la sociedad española todavía no se ha mirado al espejo y no se ha planteado cuál debe ser su relación con los millones de migrantes que han venido para vivir y trabajar aquí. Durante los 50 y los 60, sí que hubo grandes movimientos internos de población e incluso, cierta sustitución cultural en Valencia, Guipúzcoa o Cataluña. Pero eran movimientos internos, asumibles incluso para los locales. Las burguesías periféricas se beneficiaron de la despoblación de la España interior y del Bierzo. A diferencia de Portugal y de Francia, con sus morenitos imperios coloniales, hasta la globalización de finales del XX aquí no había gente de fuera.

Pero la economía siguió creciendo más que la demografía y los constructores de pisos, los ganaderos de Castilla y Aragón, los agricultores de Valencia, los culos de los viejos, los que fabrican tomates for export en Murcia y Almería y los hoteleros de Cataluña necesitaban muchos brazos y muchas manos. Brazos fuertes para cargar vigas, manos rápidas para hacer camas, dedos suaves y cariñosos para acariciar a nuestros abuelos. Empezaron a venir gentes del Ecuador, de Colombia, de Marruecos, de Polonia, de Rumanía, de Bulgaria y de China. Y como los españoles habíamos dejado de ser pobres y sabios, para ser pobres y estúpidos,  aprendimos a quejarnos de los migrantes en un país de migrantes y a despreciar al que ha llegado después de nosotros a esta tierra tan hermosa. Ya han visto que yo he llegado el último al Puerto. Sé que el debate sobre la migración es mucho más profundo que Karra Elejalde gruñendo cuando Vasil llega tarde a la cita; pero hoy prefiero quedarme en las palabras, en las conversaciones al atardecer entre iguales, que es donde se queda la película.

Los aviadores italianos que bombardeaban a placer el Puerto y mataron al abuelo del vecino dejaron muchos herederos ideológicos. Esos imbéciles imaginan conspiraciones para hacer desaparecer a los autóctonos, como ya las imaginó el imbécil de Sabino Arana. Incluso hay quien asegura que la raza blanca (o la raza naranja) está en peligro; pero yo miro al albañil polaco y al fontanero rumano y los veo más blancos que yo, que el señor del Bierzo y que mi paisano el gruñón. El gran Joaquín Carbonell ya dijo que mi tierra era "de mujeres oscuras y hombres de arena". Los tontos adornan continuamente al otro, al diferente, con falsas diferencias. Y odian las mezclas. Odian las conversaciones al atardecer entre hombres que han trabajado todo el día. Quieren hacer creer a mi paisano que los que vienen a hacer el mismo trabajo que antes hacía él van a quitarle la pensión.

Pero quiero creer que no conseguirán nada. Todo lo bueno que hemos creado los seres humanos: el ajedrez, la cerveza fría, las vistas de Valencia en las pelis, el bridge, el pacharán, las historias gitanas, las arandelas, las llaves de fontanería, la pirotecnia y el español exacto que hablan los polacos y las hermosas niñas chinas provienen de la mezcla.

 

 

 

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