No olvidaré nunca lo placentera que me resultó la lectura de "Obabakoak" y de "Historias de Obaba". Me pareció una hermosa combinación de inteligencia y ternura, sin demasiadas concesiones al tipismo. Es posible que algunos críticos lo encuentren demasiado fácil, demasiado condescendiente con el lector; pero tengo la sensación que la ingeniosa manera en que Atxaga construía aquellas historias fue un cambio importante en la literatura española. De alguna manera, Atxaga fue el precursor del éxito de Cercas. Yo tendría después la posibilidad de caminar por los montes navarros de Isaba, donde Armendáriz situó la versión cinematográfica de Obaba. Después, leí "Un hombre sólo" y "El hijo del acordeonista", en las que se atrevió a tocar los problemas de su país. Son novelas más oscuras, más duras; pero también me gustaron, especialmente "El hijo del acordeonista". No sé si existe un memorial mejor de la transformación política y social de la Guipúzcoa rural bajo el franquismo.
Así que en cuanto me enteré que Atxaga sacaba nuevo libro, me propuse comprarlo. Fue fácil enterarse porque la poderosa editorial Alfaguara pone toda la máquina prisáica a trabajar cuando hay que hacer un lanzamiento. Y me lo he leído en dos ratos porque está más cerca del relato largo que de la novela. De hecho, incluso se me ha hecho corto y me ha quedado la sensación de que no ha resuelto totalmente la historia. Con todo el libro es muy recomendable. Tanto por lo narrado como por la forma de narrarlo.
En "Siete casas en Francia" ("Zazpi etxe Frantzian"), Atxaga ha cambiado totalmente de tema, de lugar y de época: el relato transcurre en el Congo belga, la colonia explotada directamente por el rey Leopoldo a principios del XX. El planteamiento es fascinante: los protagonistas son los oficiales y suboficiales de la gigantesca maquinaria colonial que organizó el rey para saquear las riquezas de aquel territorio ignoto y enorme (tan grande como toda Europa). Atxaga nos presenta a esos aburridos soldados belgas, franceses, portugueses, que echan de menos sus pequeños pueblos, a sus mujeres, que ahorran para una jubilación digna. Esos soldados son poetas, aficionados a la caza, fervientes católicos, alcohólicos... es decir son europeos. Son como podríamos ser cualquiera de nosotros. Pero sutilmente, sin estridencias, sin juicios morales, Atxaga, nos cuenta más cosas de la vida colonial en aquellas selvas oscuras ("siempre oscuras"). Hacemos un viaje a un reino de terror y comprendemos que antes que Auschwitz hubo muchos otros Auschiwtz creados por el colonialismo fuera de Europa. Los oficiales son dioses malvados, violadores, estafadores, pederastas, que reinan en un infierno brutal y desesperado, donde es más valiosa la bala con la que matan al nativo que no trabaja lo suficiente que la vida del nativo: "por suerte los responsables de Leopoldville no exigían el cadáver entero como prueba, dándose por satisfechos con una mano o incluso con un solo dedo; elementos menores que, una vez ahumados, podían enviarse por correo en un sobre normal y corriente". Un manto de hipocresía más tupido que la selva cubre este infierno: la colonización "civiliza": veremos obispos católicos bendiciendo a los negritos y periodistas celebrando el triunfo de ese negocio disfrazado de civilización, de esa pesadilla. Descubrimos que las tinieblas de Conrad llegaron desde este lado del mar.
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