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Operación dulce



Hacía tiempo que no leía. O mejor dicho, hacía tiempo que no leía gran literatura. Porque por la mesita de noche ha andado la célebre “El diario de Bridget Jones” (1996) de Helen Fielding, y últimamente, he empezado en el kindle “Guía del autoestopista galáctico” (1978) de Douglas Adams. Cuando digo gran literatura me refiero a esos libros que te impresionan profundamente, que inútilmente intentas desmontar como si fueran un acertijo, libros que parecen fáciles pero que no podrías haber escrito aunque hubieras dedicado toda tu vida a esa artesanía sutil y prodigiosa. Me refiero a esos libros a los que llegas por recomendación de un buen librero, como Miguel.


Mc Ewan usa la estructura de las novelas de espionaje para captar la atención. Y aparentemente, se trata de una historia de espionaje. Los primeros 70, la Inglaterra gris y dubitativa, azotada por el terrorismo del IRA, las protestas obreras, los miedos de la pequeña burguesía a que todo se desmorone. La protagonista trabaja para el MI5. Financia la obra de artistas que pueden favorecer la victoria del Occidente capitalista en la guerra ideológica que subyace bajo el enfrentamiento de bloques. La lucha por la hegemonía en el sentido de Gramsci. Pero no es una aventura de espías. Y ese el primer espejismo de los numerosos que flotan sobre el texto y que van a atrapando al lector gradualmente, mientras vaga ansioso por un desierto lleno de sombras, donde se incrementa magistralmente la tensión.


“Operación dulce” es una novela sobre las novelas, o más bien, sobre la literatura en general. Con un joven escritor, remedo del propio Mc Ewan, que ha publicado prometedores relatos y aspira a publicar su primera obra larga. También es una novela sobre el amor. El que experimenta la protagonista, que confunde su deseo sexual con la admiración intelectual por los escritores, por los creadores. Así, la joven Serena Frome sería (seríamos) todos los lectores (yo también) y la novela, la crónica de la seducción y la posesión que toda literatura implica. Con un truco argumental parecido al que usara Millás en “Papel mojado” (1983). Y es que, como decía la contraportada de aquel libro que tanto me impresionó en la adolescencia, trataba sobre: “el del conflicto entre lo que se es y lo que se quiere ser o, si se prefiere, las relaciones entre apariencia y realidad, que es tanto como decir: la razón de ser de la literatura”.

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