Hace unos años pusieron unos
carteles en el hermoso camino de chopos que va desde mi pueblo a San Juan. Señalaban un largo sendero en
dirección al sur. Todos los caminos en Aragón van al sur. Los carteles
balizaban un recorrido de cientos de kilómetros por lo que fueron territorios
templarios hacia Caravaca, donde se guarda un fragmento de la cruz. Uno de los
muchos lignum crucis que atesora la
cristiandad. Este es el único verdadero. Supongo.
No creo que recorra nunca ese
camino de los templarios hasta la Región de Murcia. Prefiero los senderos
homologados y cartografiados. No soy un peregrino, soy un senderista. Sin
embargo, cuando me regalaron esta novela por navidad y barrunté el motivo
principal de la historia, me vinieron a la mente los chopos de San Juan y la
fiesta que hacen en mi pueblo para celebrar la Pascua. Hogueras, meriendas, caballos,
antorchas, jaimas y túnicas de aquellas antiguas órdenes militares, que
empujaron, fanática, heroicamente, las fronteras de Aragón y de Castilla hacia
ese sur seco y lejano.
La novela empieza, cómo no, en
Roncesvalles. La primera parte transcurre en ese monasterio por el que mis pies
han andado algunas veces. Habrá pocas obras que hayan sido tan influyentes en
su ámbito como “El nombre de la rosa”. Y
luego, hay muchas aventuras. Demasiadas, quizá. La ambientación es buena y las
ideas, inmejorables, pero la cosa es demasiado folletinesca. Y se hace un poco
pesado ver a los protagonistas dar tantas vueltas y revueltas (el camino de
Santiago, Toledo, Murcia) en busca de la reliquia. En busca de sí mismos.
Todos los viajes son iniciáticos.
Porque solo los viajeros, los peregrinos, pueden lograr cierta clase de
sabiduría. Como dice el libro latino que marca el leitmotiv de la novela: “Unus inenodabile multa inter millia termes
ex domo per caelum fugit, dum fratres ubi nascuntur ibi perituri. Haec Regina est.”
(Inexplicablemente, una termita entre millones huye volando del termitero,
mientras sus hermanas morirán allí donde han nacido. Esta es la reina).
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