Algún profesor de secundaria,
cuyo nombre he olvidado, nos obsequió con la siguiente frase: “El objetivo
último del hombre, y por tanto de la filosofía, es la búsqueda de la
felicidad”. “He aquí el quid del asunto…
de todos los asuntos”, pensé en su momento. Tardaría muchos años en entender
que, tal verdad, dicha así, no servía de mucho. Que lo importante no es el qué,
sino el cómo. Y que un objetivo puede seguir siéndolo aunque sea inalcanzable.
Que nunca llegaremos a Ítaca.
Recientemente, hemos visto dos
películas que giran alrededor del viejo tema. Que tratan de la sombra y la luz,
de la felicidad y la tristeza.
La primera fue “En un patio de
París” (“Dans la cour, 2014”). Nos esperábamos una comedia facilona; pero nos
encontramos una historia triste y lúcida. El protagonista (Gustave Kervern),
deprimido y sin ilusiones, huye de su pasado y de sí mismo. En el sitio donde
se esconde se encuentra una bonita colección de locos, tan tristes como él. Al
menos, su caída, servirá para salvar a una vecina lunática, la gran Deneuve.
Supongo que para que haya luz tiene que haber sombras.
La segunda peli se atrevía a
llevar como título “El misterio de la felicidad” (2013). Era, obviamente, una
producción argentina (Daniel Burman). La trama juega con la idea de los sueños
sin realizar, de las ilusiones como clave última de la gran búsqueda. A mi
chica, le gustaron mucho los expresivos ojos claros de Francella. A mí, lo bien
que se conserva la Estévez. Aunque la historia se quedó trabada en cierto punto
y el previsible final lastró la segunda mitad del metraje.
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