Estas navidades han sido las de
Star Wars. Llevé a mis sobrinos al estreno del llamado “Episodio VII. El
despertar de la fuerza”. La edulcorada continuación que ha hecho la Disney de la saga que compró a Lucas. Y vimos en la tele la trilogía original (las renumeradas
como IV, V y VI). Con placer, pude observar cómo la historia les atrapaba de
peli en peli y cómo esperaban ansiosos que empezara cada noche la siguiente. Estaban tranquilicos en el sofá y yo
descansaba de la ardua tarea de canguro. No se quejaron de que el “Episodio VII”
sea casi una copia del “Episodio IV” o de que los efectos especiales de las
primeras no cumplan los estándares de hoy. Las idas y venidas de los Skywalker
y de Solo y su novio Chewbacca, y de sus primos y de sus nietos les gustaron
mucho. Igual que a millones de niños y adolescentes cuando se estrenó la
original “Guerra de las galaxias” en 1977 o las dos siguientes en el 80 y en el 83. Recuerdo con cariño la primera, que
leí en un comic antes de haber visto la peli. Y es que mis padres no eran mucho
de llevarme al cine. Al niño que yo era le pareció la historia más perfecta y
más emocionante jamás contada. Yo no sabía entonces que George Lucas, el muy
pillo, había cogido los argumentos del western clásico con toques de Kurosawa y
les había puesto caretas y túnicas futuristas. Tampoco sabía nada del Ki o Qui,
esa fuerza que nos envuelve a todos y que fluye a través de todo lo vivo…
Para mi suerte o para mi
desgracia, no me convertí en un geek del
mundo Star Wars. De hecho, creo que de la precuela solo he visto el “Episodio
III, la venganza los Sith”, y me ha ahorrado las otras dos, bastante malas
según dicen. Con todo, sé que soy de esa
generación y que cuando sea viejecito algún niño imbécil me preguntará si he
visto en algún bar del barrio a un tal Kenobi.
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