A Merche le dio por comprar DVDs
(y comida). Así que una de las noches de este otoño eterno y extraño, vimos
esta película alemana del 2016. Los críticos y los jurados de los festivales la
habían puesto por las nubes.
Se trata de un padre aburrido que
echa de menos a su hija. Al tipo, interpretado por Peter Simonischek, le gusta
hacer bromas y meterse (quizás) donde no le llaman. Y se trata de una hija (Sandra
Hüller) que es una ejecutiva muy ocupada que trabaja de asesora para empresas
que explotan el petróleo de los campos de Ploiesti en Rumanía. Esos campos que
fueron tan importantes en la segunda guerra mundial. Pasamos cerca de ellos
este verano, en el bus que nos llevaba a la desembocadura del Danubio.
La cosa tiene su gracia; pero
tampoco es para cagarse de risa. El viejo irrumpe en la vida de la hija
haciéndose pasar por un “life coach” (perdonen la expresión) llamado Toni
Erdmann. Es como un cachorrito intentando atraer la atención del dueño. Así que
hay cierta ternura flotando en el ambiente. Merche se durmió. Yo di unas cabezadas.
Me llamó la atención cómo se
describe el trabajo de la chica. Se trata de una de esas hijas de puta que
firma informes que recomiendan externalizar, optimizar, privatizar, alinear las
organizaciones y adoptar mejoras estratégicas, a costa de lo que sea y de quien
sea. Casi siempre a costa de los sueldos de los otros. Se dice que el mundo
actual está dirigido por 10 ó 12 millones de ejecutivos así: occidentales
angloparlantes, sin domicilio fijo, sin proyecto vital, sin patria, sin raíces,
sin escrúpulos, sin cuentas que dar a nadie, sin impuestos que pagar. Toman las
decisiones y firman lo que haya que firmar. No hay padres payasos que vayan a
visitarles para llevarles de vuelta a casa.
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