Me pareció una
mierda. Un diseñador muy fino y muy sofisticado se encuentra-reencuentra con su
familia de provincias, que, aunque hablen raro, son en el fondo, muy buenas
personas y le dan una lección sobre la vida. Es decir, mi paisano Paco Martínez
Soria, versión francesa siglo XXI. Lo de siempre: “Qué envidia nos tienen en
todo Madrid, ellos no son tan nobles, tan burros y pobres como los de aquí”,
cantaban los de la Bullonera.
Supongo que en
versión original, la peli hubiera tenido algo de interés. Se supone que la
gracia está en que los de la familia del norte hablan en picardo, uno de los dialectos de las lenguas d’oïl. Ellos lo llaman algo así como “chti”.
Ya se sabe que las lenguas o dialectos patois tienden a denominarse con nombres
locales (fabla o bable) para ser menos, para no asustar. Y claro, a los
parisinos (y se supone que al espectador) eso les hace mucha risa. En los cines
del Puerto de Sagunto, la cosa venía doblada al español y todo era absurdo. Al
menos, podrían haberles puesto el acento aragonés de Tarazona o el vasco del
Karra Elejalde. Aquellos que no creen
que las pelis dobladas pierden mucho deberían ver esta peli tres o cuatro
veces. Bueno, quizá me he pasado.
Francia, el estado-nación
prototipo, se construyó paso a paso, sustituyendo las distintas lenguas por la
lengua de la Île-de-France, con mucha escuela pública, mucha mili y mucha
paciencia. Y completó la tarea con cierto éxito. Los vascos del norte son franceses con boina
y los catalanes del norte son franceses con apellidos raros a los que les gusta
la tauromaquia. Aquí, en el reino de España, siempre se ha ido más a golpes. Como
los alcaldes de toda la vida: hacemos poco; pero a lo bestia. Ya saben ustedes
que ahora estamos en una nueva fase, con palabras que suenan a viejas: “Ni de
izquierdas ni de derechas. Yo no veo corruptos. Veo españoles.”
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