Los tontos se entretienen con la historia. Y los que somos muy tontos, con el cansino tema de las identidades nacionales. Los estados que quieren ser naciones y las naciones que quieren ser estado dedican jugosos presupuestos a inventarse mitos fundacionales, a ponerle letra a los himnos, o a montar embajadas con su banderita y su agregado cultural. La historia es el principal campo de batalla de esas guerras identitarias. Cuando uno reclama que se cuente la historia “como es” y no “como los nacionalistas dicen que es”, siempre se refiere a los otros nacionalistas.
Desde que hay escribas, cronistas y catedráticos, los poderosos escribieron y reescribieron la historia ocultando unos hechos y resaltando otros, inventando leyendas bonitas y cambiando oportunamente los nombres de las cosas. La cuestión era justificar el presente (y la estructura del poder del presente) en base al pasado. Es decir, la historia, tal cual la entiende la gente común o Arturo Pérez-Reverte, no existe. Existen algunos documentos que prueban algunos hechos y existen interpretaciones subjetivas de estos hechos. Este breve libro comienza contando que ya Ramsés II ordenó a sus secretarios que mutaran el resultado de la batalla de Qadesh (1274 a.C.) de derrota en victoria.
La historia “oficial” de España, como la de otros Estados-nación europeos, está llenita de esas mentirijillas piadosas, como Covadonga. Mi paisano, el prolífico José Luis Corral cita algunas. Pero el libro apunta hacia otro lado. Hacia el este, quiero decir. El nacionalismo catalán también necesitó crear su propio argumentario histórico. Y en esa ardua construcción, tuvieron que inventarse cuentos para niños o apoderarse de los huertos de los vecinos. Me refiero a lo de la “Confederación Catalano-aragonesa” o al origen catalán de la cuatribarrada o de los almogávares.
Pocos catalanes leerán este libro, así que sería interesante que, al menos, lo leyera alguno de mis paisanos aragoneses y algo avanzaríamos. Los aragoneses, mayoritariamente empapados de una identidad nacional “española”, es decir, “castellana”, siempre repiten lo que oyen a poniente. Me entristece oír que “Cataluña no ha existido nunca” o que “Cataluña era una provincia del Reino de Aragón” de labios de los que precisamente, mejor deberían conocer la historia de ese estado medieval llamado Corona de Aragón, que agrupaba las posesiones personales de su soberano. En aquella época, todavía no había patriotas ni pomposos himnos nacionales. Fraga o Lérida fueron catalanas o aragonesas, según el rey que tocaba y según convenía para la recaudación de impuestos. La corona de Aragón, que no hay que confundir con el reino del mismo nombre, fue un estado mediterráneo que, formalmente existió desde el 11 de agosto de 1137 (firma en Barbastro del acuerdo entre Ramiro II y Ramón Berenguer IV) hasta el 16 de enero de 1715 (firma en Madrid del Decreto de Nueva Planta para Cataluña). No ha quedado mucho sitio en la historia “oficial” española (o catalana) para aquella talasocracia que, en su momento de máximo esplendor, fue más italiana (napolitana) que aragonesa, valenciana o catalana y que falleció de vieja, como suele ocurrir.
Desde que hay escribas, cronistas y catedráticos, los poderosos escribieron y reescribieron la historia ocultando unos hechos y resaltando otros, inventando leyendas bonitas y cambiando oportunamente los nombres de las cosas. La cuestión era justificar el presente (y la estructura del poder del presente) en base al pasado. Es decir, la historia, tal cual la entiende la gente común o Arturo Pérez-Reverte, no existe. Existen algunos documentos que prueban algunos hechos y existen interpretaciones subjetivas de estos hechos. Este breve libro comienza contando que ya Ramsés II ordenó a sus secretarios que mutaran el resultado de la batalla de Qadesh (1274 a.C.) de derrota en victoria.
La historia “oficial” de España, como la de otros Estados-nación europeos, está llenita de esas mentirijillas piadosas, como Covadonga. Mi paisano, el prolífico José Luis Corral cita algunas. Pero el libro apunta hacia otro lado. Hacia el este, quiero decir. El nacionalismo catalán también necesitó crear su propio argumentario histórico. Y en esa ardua construcción, tuvieron que inventarse cuentos para niños o apoderarse de los huertos de los vecinos. Me refiero a lo de la “Confederación Catalano-aragonesa” o al origen catalán de la cuatribarrada o de los almogávares.
Pocos catalanes leerán este libro, así que sería interesante que, al menos, lo leyera alguno de mis paisanos aragoneses y algo avanzaríamos. Los aragoneses, mayoritariamente empapados de una identidad nacional “española”, es decir, “castellana”, siempre repiten lo que oyen a poniente. Me entristece oír que “Cataluña no ha existido nunca” o que “Cataluña era una provincia del Reino de Aragón” de labios de los que precisamente, mejor deberían conocer la historia de ese estado medieval llamado Corona de Aragón, que agrupaba las posesiones personales de su soberano. En aquella época, todavía no había patriotas ni pomposos himnos nacionales. Fraga o Lérida fueron catalanas o aragonesas, según el rey que tocaba y según convenía para la recaudación de impuestos. La corona de Aragón, que no hay que confundir con el reino del mismo nombre, fue un estado mediterráneo que, formalmente existió desde el 11 de agosto de 1137 (firma en Barbastro del acuerdo entre Ramiro II y Ramón Berenguer IV) hasta el 16 de enero de 1715 (firma en Madrid del Decreto de Nueva Planta para Cataluña). No ha quedado mucho sitio en la historia “oficial” española (o catalana) para aquella talasocracia que, en su momento de máximo esplendor, fue más italiana (napolitana) que aragonesa, valenciana o catalana y que falleció de vieja, como suele ocurrir.
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