El viernes acudimos al centro de la ciudad a ver esta adaptación de la célebre obra de Chaikovsky. Los espectáculos candlelight usan la luz de las velas para lograr un resultado efectista e íntimo. Y disfrutamos la magia de los cuerpos, entrenados para llegar al límite, para vibrar y hacer vibrar, para que la música llegue al fondo del alma. ¡Cuántas horas de ensayos y cuánto sudor hay detrás de esa perfección! ¡Cuánta belleza hay en el ser humano! ¡Qué hermosa es la danza!
Todo lo anterior es mentira. Comimos tarde. Nos echamos una siesta roncadora y feroz y se nos pegaron las sábanas. El atardecer me avisó y me desperté desorientado. Aunque teníamos las entradas, no nos daba tiempo de llegar al Ateneo Mercantil, en la Plaça de l'Ajuntament, que está más linda que nunca. Así que nos quedamos en casa, viendo la Sexta, como buenos progres. Ni disfrutamos la magia de la perfección ni vibramos, ni llegamos al fondo del alma. Ni fuimos a cenar en un sitio bonito y caro, con velas y guiris y una carta pretenciosa. Dejamos que el fin de semana entrara en el pisete como un pariente sudoroso y pesadote, con el que te ves por costumbre, sin odio y sin entusiasmo. Pusimos el termostato a 22 grados, y corrimos las cortinas. Merche hizo la cena y yo me puse en el móvil canciones de El Chivi, que suena parecido a Joaquín Sabina cuando era Joaquín Sabina.
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