Y la universidad a la que me refiero no es exactamente "periférica". Pasa por ser una de las mejores universidades públicas españolas. Aunque sus buenos puestos en el escalafón de los escribas se deben a causas ajenas a su orgulloso claustro. En primer lugar, es una universidad de "ciencias". Eso ya concede una ventaja brutal sobre muchas universidades que son, básicamente, de "letras". En España, ese país tan de "letras", es decir, tan orgulloso de su ignorancia, muchas universidades se quedaron atrapadas en el siglo XV. La mía, mucho más avanzada, está entre el siglo XVI y el XVII. Por otro lado, no se ubica exactamente en una ciudad o en una región "pequeña". Está en una de las principales zonas económicas del país. Eso hace que mucho de lo que prediquemos en nuestras aulas y laboratorios tenga aplicación, eco y venta en el vecindario más cercano. No tenemos los ministerios al lado y sus presupuestos infinitos, como tienen las universidades madrileñas; ni los privilegios vasco-navarros; pero nos apañamos bastante bien. Eso sí, mientras paguemos el diezmo a la villa y corte. De otro modo, nos enviarían a Millán Astray y al duque de Berwick.
Durante los 80 y los 90, la piel de toro se llenó de campus y de aulas magnas. Cualquier alcalde iletrado y ambicioso exigió su trocico de universidad. Ya saben: obras, coimas, desarrollo e innovación y me colocas al sobrino, el tonto del pelo largo. Y se montaron escuelas de ingeniería mecánica donde no había ninguna fábrica, facultades de psicología donde todos estaban cuerdos, especialmente el alcalde, escuelas de magisterio donde no había muchachos y facultades de abogados, cuando dicho título se podría haber regalado, con gran ahorro, junto a la partida de nacimiento, como sugirió el gran Joaquín Carbonell. ¿Saben lo que opino de tal exhibición de gasto público? Que los alcaldes y los presidentes de diputación hicieron bien en sembrar el campo de facultades y de vicerrectorados de cultura. Al fin y al cabo, la sede de la Armada y de la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia están en Madrid. No iban a ser menos en la aldea.
Además, en este país insignificante, las universidades suelen ser insignificantes. Mientras no molesten con manifestaciones o huelgas, los contribuyentes no se preguntarán cómo gastamos su dinero. Los padres mandan a sus hijos para que jueguen al mus en la cafetería o chateen en las clases y obtengan un título. Expendedores de papeles oficiales. Oficinas con turno de mañana. Nos suponen profesores de secundaria. No saben que un profesor de secundaria es alguien que trabaja mucho y da muchas clases durante todo el año para tener dos meses de vacaciones, mientras que un profesor de universidad es alguien que trabaja mucho durante los dos meses de vacaciones para no dar clases durante el año. Yo miro mi currículo mediocre y pienso que no he sido ni un profesor de secundaria ni un verdadero profesor de universidad. Y pienso que la vida es demasiado breve para los diletantes como yo. Miro mi historia profesional desde la inminente vejez. Y lo que veo, no me gusta. Por eso no suelo hablar de mi trabajo en este blog.
El jueves tuve que asistir al típico acto universitario, con su protocolo cortesano y aburrido, donde nos dimos muchos premios a nosotros mismos. Al menos, para matar el tedio, iniciaron el rito con una actuación de un grupo de chicas de Conservatorio de Danza. Bailaron la Danza nº1 de la ópera "La vida breve" de Manuel de Falla. Durante los minutos vibrantes en que las chicas taconearon en el escenario del paraninfo universitario pensé que hasta los mediocres tenemos derecho a emocionarnos. Sentí una grandeza que iba más allá del país inculto donde vivo. Y una verdad que va más allá de la ciencia y la tecnología y que es el único consuelo a la brevedad insignificante que es la vida.
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