Recuerdo perfectamente lo primero que leí de Borges: una edición de "Ficciones" en una colección de literatura latinoamericana. A precio de saldo (era la primera entrega rebajada), tenía en mis manos algo que me pareció insólito, mágico. Leí y releí "Tlön, Uqbar, Orbis Tertius", el mundo dentro del mundo, como reflejo infinito, como metáfora deslumbradora del todo y también "Pierre Menard, autor del Quijote": el juego ingenioso de la literatura y las referencias apócrifas y llenas de poder. Yo era por aquel entonces un adolescente, fascinado por las matemáticas y por los juegos matemáticos y Borges aparecía como el sumo sacerdote de un dogma agudo y hermoso.
Luego leí más cosas del ciego laborioso y engreído, y conocí los claroscuros de su biografía; pero nunca perdí la devoción a su cábala ambiciosa y brillantes Y obviamente, llegué a Bioy Casares a través de su compatriota. Y claro, después de lo de "no sería una imprecisión o una hipérbole calificarla de perfecta" no pude evitar leer "La invención de Morel".
Durante estos días, me he acostado con algo un poco menos monumental: a falta de otras compañeras de cama, me he releído esta colección de relatos policíacos que los dos tipos escribieron al alimón bajo el seudónimo de Honorio Bustos Domecq. En ella, un improbable Parodi, escucha pacientemente en su celda los planteamientos de distintos casos policíacos y los resuelve limpiamente. Es decir, el género en su esencia intelectual, sin más adorno que la infatigable charla argentina, a modo de juego sutil o de entretenimiento exigente, antes del sueño, durante el sueño.
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