El protagonista de esta peli debe tener más o menos, mi edad. Pero hay muchas millas de distancia entre sus tristezas adolescentes y las mías, y entre las grises ciudades inglesas del thatcherismo y las luminosas ciudades españolas del primer felipismo.
Es un muchacho, feo y paliducho, es decir, inglés, que ha perdido a su papá en la guerra de las Falkland, aquella imbecilidad que se les ocurrió a los milicos y que tan bien le vino a Maggie para acabar de clavar las recetas de Chicago en la economía británica. Al chaval le pegan bastantes collejas. Hasta que encuentra unos amiguetes que se portan muy bien con él. Le regalan una camisa elegante y le cortan el pelo a la moda. La verdad es que se les ve majos, el único problemilla es que de vez en cuando buscan paquistanís para apalearlos.
La peli no aspira a grandes revelaciones sociopolíticas. Se conforma con seguir las emociones del chico y con indagar un poco en los lazos estéticos y políticos entre las distintas tribus que poblaban los barrios obreros de Inglaterra en los 80. Así que me supo a poco. En cualquier caso, en los rebuznos de los rapados que van asomando por la pantalla, podemos identificar uno de los lemas más usados en las ideologías occidentales, especialmente en los fascismos y en los nacionalismos reciclados: “la culpa de lo malo siempre es de otro. Normalmente, del extranjero o del diferente”. En el sur del sur de Europa andamos ahora muy ocupados buscando culpables de la catástrofe. Tiemblo al pensar que las millones de personas a las que van enviando a la pobreza pueden empezar a rezar ese lema, como otras veces en la historia.
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