Durante la década de los 90,
un rockero norteamericano se puso de moda en Sudáfrica. Especialmente, los afrikaaners jóvenes
entendieron sus canciones como himnos. Letras poderosas que les permitían
imaginar un país soportable, sin aparheid, que les ayudaban a escapar de su
dorada jaula de conservadurismo e injusticia. El rockero Rodriguez se convirtió
en una leyenda, como suelen hacer las estrellas del pop-rock. Solo había sacado
dos discos, de los que se vendieron cientos de miles de copias, nunca había dado
un concierto y al parecer, se había suicidado, como deberían hacer todas las
estrellas del pop-rock.
En realidad, y ahí, está lo
interesante de este documental, el tal Rodriguez trabajaba en Detroit como peón
en la construcción. Sin saber nada de lo de Sudáfrica, había renunciado a su
carrera musical, convencido de su fracaso. El tipo que quizá igualaba en lo
lírico al mejor Dylan y en lo musical a Mc Cartney, vivía en uno de los infinitos
barrios de clase media-baja enfriados por el viento inclemente de los grandes
lagos. El poeta que había escrito cosas como “Woke up this moming with an ache in my head/ Splashed on my clothes as
I spilled out of bed / Opened the window to listen to the news / But all I heard
was the Establishment's Blues” era uno de los muchos millones de latinos de
segunda generación que viven, anónimos, laboriosos y humildes, en los estados del norte.
El documental, al que creo
que le cayó un Oscar, se construye alrededor de la investigación de algunos
sudafricanos sobre el que había sido el ídolo musical de su juventud. En cierto
modo, el hallazgo de la verdad, le quitó magia al mito. Llevaron a un Rodriguez
envejecido a Ciudad del Cabo y sus conciertos fueron un éxito; pero supongo que
para muchos de sus fans, no era el mismo Rodriguez. Todos los seres humanos
somos mitómanos, y egoístas, y a veces, anteponemos la necesidad de conexión
con lo trascendental que el mito nos proporciona, a la persona que, en
realidad, hay debajo de ese mito. El documental se me hizo un poco pesadote y
el final feliz, me daba, en el fondo, un poco de rabia. El título (por una de
sus canciones), me recordaba, obviamente a la imprescindible “Searching for Bobby Fischer”.
Todos los aficionados al
ajedrez del mundo quedaron, en el fondo, decepcionados cuando el gran Fischer
apareció, en el oscuro contexto de las guerras balcánicas. Era Fischer; pero no
era el mismo Fischer. Lo hubieran deseado muerto o tarado para siempre y el
mito, intocable. Yo también pequé, y por ello, fui a disculparme ante su tumba
helada y solitaria en el sur de
Islandia.
Comentarios