Un buen amigo de este blog, José María de Jaime Lorén, de la Universidad CEU
Cardenal Herrera (Valencia) nos envía una interesante crónica en tres entregas de sus viajes como historiador de la ciencia y la farmacia.
Callejeando por Bilbao
Hacía tiempo que
deseábamos ir a Bilbao. Desde que en el pasado mes de junio conocimos a Enrique
Aramburu Araluce en el Congreso de Historia de la Farmacia celebrado en Alcalá
de Henares, teníamos ganas de cumplimentar la invitación que nos hizo para
visitar su Farmacia-Museo. Y allí nos fuimos unos días el pasado mes de
noviembre.
Bilbao está
ahora mismo precioso; lo encontramos cosmopolita, abierto. Visitamos el casco
viejo con una gentil guía turística que nos cuenta su historia. Cómo la vieja
aldea de pescadores que vivía de lo que extraían de las aguas del Nervión, a lo
largo de la baja Edad Media gana en importancia frente a la gran ciudad
marinera de Bermeo. ¿La causa? La geografía. Los productos que exportaba
Castilla llegaban con mucha más facilidad al pequeño muelle que hay junto al
puente y la iglesia de San Antón, el verdadero origen nuclear de la urbe, que
al todavía lejano puerto de Bermeo. Además, el de Bilbao era mucho más seguro y
estaba bien resguardado de ataques corsarios.
Y allí mismo, a
los pies de San Antón, donde se juntan las mareas altas del océano que hasta
allí llegan, con las aguas dulces que bajan por el Nervión, está el verdadero
origen de Bilbao. Es asimismo el sitio, en la margen derecha, donde tiene lugar
la transformación del río en la famosa ría de Bilbao, la gran vía de
comunicación de la ciudad con el océano. De ahí que en el escudo de Bilbao (y en
el del Athletic) nos encontremos representados el agua de la ría, el puente y
la iglesia de San Antón, además de dos lobos en recuerdo del fundador de la
villa, Diego López de Haro. Y es que en el año 1300 este noble castellano
concedió a Bilbao el título de villa, dotándola de una serie de privilegios que
le permitió un rápido desarrollo económico y social. Reforzado más tarde por
los importantes yacimientos de hierro que se descubrieron en la margen
izquierda de la ría, de donde procederá la tradición siderúrgica de Vizcaya.
Poco a poco el
pequeño núcleo de pescadores se va ampliando, con mineros, herreros, comerciantes,
navegantes o artesanos, que se asientan en tres calles alineadas junto a San
Antón. No tardan en quedarse pequeñas y se abren otras cuatro calles más, todas
paralelas que desembocan en la ría, atravesadas a su vez por pequeños
callejones que facilitan la ventilación, pues el conjunto urbano queda
encerrado por las murallas. Tenemos aquí las famosas Siete calles de Bilbao. El
Bocho, el agujero en vascuence, ya que se halla en el fondo de las imponentes
montañas que circundan la villa. Hoy verdadera catedral para el aficionado a ir
de tapas o de vinos. Algo caras, sí, pero estupendas.
El resto, ya es
historia conocida. El pequeño muelle de San Antón es sustituido por el que se
levanta nuevo en el Arenal, y muy pronto una burguesía emprendedora se extenderá
por el ensanche en la margen izquierda hasta convertir al pequeño pueblo de
pescadores en el gran Bilbao que hoy puede contemplarse. Ecléctico y moderno.
Sabiendo conservar y cuidar su pasado, pero pendientes a la vez de las
novedades que se producen en los lugares más adelantados.
Bien, después de
hacer un poco de tiempo paseando por Bilbao con la llovizna típica, tomamos el
metro para ir hasta Plentzia. Son apenas 25 los kilómetros que lo separan de Bilbao,
pero preferimos hacerlos en transporte público, aunque Enrique se ha ofrecido a
traernos y llevarnos en su coche. Es un viaje grato desde los “fosteritos” o
estaciones del metro, así llamadas en recuerdo del arquitecto que las diseñó,
Norman Forster. La gente conserva la amabilidad que ha hecho famosos a los
bilbaínos, y en 45 minutos llegamos a Plentzia.
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