En el despacho de un compañero,
vi colgada esta hermosa foto. Mandela estuvo preso durante 30 años. Cuando alcanzó
la presidencia, su motivación principal fue consolidar la democracia interracial
en Sudáfrica. Renunció a toda posibilidad de venganza contra los blancos. En el
mundo hispano, tenemos un caso parecido: el de Pepe Mujica, en el Uruguay. A
través de estos personajes y de sus acuerdos y cesiones, sus países y sus
partidos asumían el pasado y aspiraban a
una paz duradera, a una reconciliación sincera. A pesar de las sombras en la
biografía de ambos, han devenido en símbolos de una bondad política imprescindible.
La venganza, a diferencia de la
justicia, provoca en el que la lleva a cabo un extraño placer, que procede de nuestros
instintos más básicos. Como motivación irracional que es, solo conduce a un
dolor mayor, incluso a una catástrofe, en un terrible proceso de
acción-reacción. Pero es tan difícil evitarla, desdeñarla. Cada individuo
transfiere su oscuro deseo de desquite a la colectividad, inspirando los
rencores colectivos. Después de doscientos mil años de humanidad, aún somos
niños, aprendiendo de nosotros mismos, tanteando a fuerza de dolor y
sufrimiento.
Vimos hace unas semanas la argentina “Relatos salvajes”, una colección
de seis historias cortas que tratan, precisamente, de la venganza. En cada uno
de los relatos, contemplamos la historia de una venganza individual que lleva a
consecuencias desastrosas; pero divertidas contempladas desde fuera. Siempre he admirado a los constructores de
historias y Szifrón es uno de los buenos. Consigue en cada uno de los relatos
atrapar al espectador y demostrarle que el deseo de desquite, aparentemente
irrenunciable, conduce o puede conducir a las más tremendas situaciones. Se
trata de una gran película, con buenos actores y una excelente dirección y que
asegura a casi todo el mundo un buen rato.
La venganza y el desquite, en
este caso, de toda una nación, aparecen también en “El hijo del otro”, la peli
francesa que vimos la semana pasada. Trata el conflicto en Palestina usando un
viejo meme argumental: el de los niños que son cambiados al nacer. Y el niño
palestino acaba criado como israelí, y el niño judío acaba criado como
palestino, en el lado malo del muro. El planteamiento es interesante; pero la
historia se desdibuja un poco según
avanza el metraje. Como había final feliz, salimos de los D’Or con buena cara,
pensando que el futuro de la humanidad será mejor que su pasado.
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