Domingo, 5 de octubre de 2008: " Se me hace corto el trayecto en autobús de Reykjavik a Selfoss. Me
hipnotiza este paisaje fantasmal, sin árboles, sin vida, de brutales
brillos volcánicos. La primera nieve del otoño reclama lo que es suyo.
Me recuerda la tenacidad de esta gente islandesa, que ha permanecido en
esta roca en medio de la nada desde hace mil años. Selfoss es el
centro de la pequeña zona agrícola al sur de la isla. Los gigantes a los
que pregunto se esfuerzan por ayudarme. Me señalan un camino de nombre
impronunciable hacia el noreste.
Camino durante un buen rato. El
viento del Atlántico es cada vez mas fuerte y mas frio y mi sombra se
alarga sobre el hielo. Me preocupa que la noche me atrape aquí; pero
sigo andando a buen paso sobre el arcén blanco. Solo me reconforta
que estas soledades infinitas y este frío me recuerdan la tierra donde
nací. A lo lejos veo unas granjas y la silueta simple de una iglesia
protestante. Mi corazón y mis pasos se aceleran.
Entro con respeto en el pequeño cementerio que rodea la iglesia. Se oyen lejanos balidos de ganado en el viento ártico. La tumba está, inesperada, justo a la izquierda de la puerta. La piedra, limpia, sencilla, nórdica, sólo tiene sitio sito para las fechas (en islandés) y para su nombre.
Si fuera creyente, rezaría. Solamente le doy las gracias por todo lo que el nos dio. Olvido el frío. Saboreo algunos de los instantes más intensos de mi vida. Los restos helados de un viejo ramo y un pequeño trofeo (como de una competición escolar) adornan su tumba. Luchando con el viento, pongo una flor marchita que vino en mi mochila desde la ciudad donde se fijaron las reglas del arte que él convirtió en religión.Y ante su tumba, me alegro por él. Porque comprendo que ahora ya no es esclavo de sus fantasmas, ahora ya no es esclavo de sí mismo. Porque ahora, el ciudadano islandés de origen americano Robert James Fischer es libre, para siempre."
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