En uno de los bares donde reposto, suele haber un cuarentón que lleva una camiseta con bastantes manchas. La camiseta luce una bonita rojigualda y el lema: "Esta es mi bandera. Si te ofende, te ayudo con las maletas". Dicho lema, todo hay que decirlo, no adolece de faltas de ortografía. El ligero sobrepeso del muchacho y sus horarios, parecidos a los míos, sugieren que vive de una paga, como mucha gente en mi barrio. Las mismas pagas y generosas ayudas que, al parecer, dan a moros, chinos y negros por el simple hecho de serlo, aunque el muchacho no parece ni moro, ni chino ni negro.
El chaval al que me refiero invierte una parte sustanciosa del pequeño esfuerzo que el estado del bienestar le dedica en una máquina tragaperras, diseño de la empresa Codere. Tengo entendido que cuando los dueños originales de esa empresa, unos murcianos, se endeudaron demasiado, el fondo de inversión Blackstone se quedó con la mayor parte del negocio. Ahora se llevan sus ganancias a sitios muy lejanos de Murcia. Quizá a Mar-a-Lago. Dudo que nuestro muchacho lo sepa. Otra parte del esfuerzo del estado del bienestar lo invierte en cerveza. Bebe El Águila, a la que supongo un sabor muy español y muy imperial. La marca es propiedad de Heineken. Hasta en nuestra cerveza se han metido esos perros luteranos. Yo, que soy cristiano viejo, solo bebo Alhambra de la cara a principios de mes y Ámbar aragonesa a partir del 20.
Alguna vez me gustaría hablar con el muchacho y contarle una historia trágica y heroica al mismo tiempo. Le pediría cinco minutos de su atareado tiempo y le obligaría a escuchar. Pero no voy a hacerlo. No quiero acabar a trompadas en un bar del barrio. Puedo engañarme a mí mismo y decirme que no quiero romper el mobiliario del pequeño local de un argentino que hace muchas horas detrás de la barra para poder comer carne de la Pampa los fines de semana. Se conoce que al argentino no le dan la paga del primer párrafo. En realidad, soy un cobarde, prefiero seguir mamando como un cristiano viejo y jugar al go (wéikí en chino) contra una inteligencia artificial programada en Corea (le gano una de cada cinco). Prefiero no escuchar lo que dicen en las barras de bar, no entrar en las redes de Musk y no mirar las manchas de las camisetas fachas
Me gustaría hablarle al muchacho con una voz tranquila, como de locutor de radio de los de antes. Antes de que llegaran los psicópatas de las mil colinas, quiero decir. Hablarle con una voz serena, como de padre bueno. Le pediría, amable, que se sentara conmigo. Le contaría la historia de los españoles que tuvieron que hacer la maleta en febrero de 1939 y cruzar la frontera con Francia. Se estima que fueron medio millón de personas. Hambrientos, aterrorizados, tristes por la derrota, mojados. Cierra los ojos e imagínate las largas colas y las maletas. Lo mejor de aquella España: profesores, maestras, médicos, sindicalistas, ingenieros... Yo buscaría adjetivos adecuados para realzar la tragedia. Antonio Machado, por ejemplo, tuvo que dejar su pobre maleta, para poder llegar a la frontera aferrado a su madre anciana, entre la lluvia y el frío. Aterrorizado. Huyendo de esa bandera. La de tu camiseta. Aquí haría una pausa.
Y lo peor fue después. Los putos franceses, añadiría yo, subiendo el tono, los trataron como a animales. Los internaron en campos de concentración. Y quizá el muchacho, ya metido en la historia, se indignaría. Y ya no pensaría en los colores de las banderas ¿Cómo no enfadarse cuando son tus compatriotas los afrentados y franceses los afrentadores? Para no perder el hilo, no diría que ahora vuelven a estar de moda los campos de concentración para emigrantes. Y seguiría con nuestra historia. Los guardias franceses les tiraban mendrugos de pan desde el otro lado de las alambradas. Hubo violaciones, humillaciones sin cuento, disentería y tifus. Pobres exiliados con sus maletas de madera, esperando la muerte en las playas de Argelès. Y pondría una voz grave. Putos franceses racistas. Y tanto el muchacho, como un par de espontáneos, con cervezas en la mano, asentirían. Putos franceses.
Y cuando mis oyentes ya estuvieran muy enfadados con la tragedia, les consolaría explicándoles que la historia siempre da una segunda oportunidad. Los alemanes barrieron a los franceses en seis semanas. La orgullosa Francia se rendía, unos mierdas es lo que eran. Y esos españoles hambrientos y derrotados se escaparon como pudieron de los campos. Y los que no fueron entregados a los carniceros franquistas, se alistaron los primeros en la Resistencia. Dame un puñal. Dame una pistola, aunque sea pequeñica. Déjame luchar por Francia. Por el mundo. Guerreros y guerreras formidables. Leales. Más valientes que nadie. Sabían combatir. Y cuando tuvieron armas, fueron la peor pesadilla de los invasores. De aquel ejército de Hitler y su División Azul, que se creían tan invencibles. Esos bravos murieron por cientos, volando trenes y puentes, frente a los pelotones de ejecución. Y mientras les arrancaban las uñas en los sótanos nazis, o los mataban de hambre en Mauthausen, se acordaban del sol de los días claros de la hermosa tierra de España, como escribió Machado, que ya había muerto de hambre y de pena. Sí, vuestros compatriotas, chaval. Vuestros compatriotas de las maletas. Con un par.
Y entonces llegaría el final feliz de todas las historias: algunos de ellos volvieron unos años después con el ejército de la Francia libre, con buenas armas y con negros y moros como los del primer párrafo. Y eran invencibles. Nadie os lo contará nunca en ningún bar, ni en ninguna emisora de radio de las que oís, ni en ningún foro de telegram para analfabetos; pero el 24 de agosto de 1944, el general von Choltitz, al mando de París, se rindió a un grupo de soldados sin galones. Uno de Burriana, un aragonés, un sevillano y un extremeño. Los eternos derrotados, ese día ganaron. Españoles valientes venciendo a los tanques alemanes, al destino. Y yo añadiré, redundante, París es la capital de Francia. La capital. Imaginad, vuestros compatriotas de las maletas. Sin galones. Vencedores y derrotados al mismo tiempo. Y entonces cambiaré el tono. Apuraré la cerveza. Y miraré a los ojos al muchacho y le sugeriré con la voz muy, muy calmada, como de abuelo: no te pongas esa camiseta. No vayas a los bares de barrio con ella. No le desees el exilio a ningún compatriota. Piénsalo. No lo hagas.
Pero como soy un cobarde, todo esto no ocurrirá. Y cada vez habrá más bulos, más sicarios de Trump en los gobiernos europeos, más gente con camisetas insultantes en los bares y nadie explicará nada de nuestra historia ni de la historia de Europa. Y quizá algún día, yo o algún francés tengamos que cruzar La Jonquera, bajo la lluvia, asustados, hambrientos y aferrados a una vieja maleta.
Comentarios