Nunca olvidaré aquella escena. José Luis y yo en un puente metálico, en la ciudad rusa de Vyborg, (la antigua Viipuri finlandesa), viendo pasar bajo nosotros, durante largos minutos, un tren interminable cargado de chatarra, en dirección al noroeste, hacia Finlandia. Kilómetros de vagones y vagones, repletos de vigas, de maquinaria, de restos oxidados de lo que fueran las glorias industriales del imperio. Era agosto de 1997. Todo se desmontaba. Todo se vendía. Toneladas de hierro enviadas a precio de saldo a Occidente, para ser fundidas en los hornos capitalistas. Para ser recicladas en el fuego del vencedor.
El siglo XX, fue en cierto modo, el de la Unión Soviética. Su fundación, pervivencia y colapso constituyen, quizá, la cuestión histórica más interesante del siglo. Durante nuestra infancia y adolescencia fue siempre la otra mitad del mundo, esa amenaza y al mismo tiempo, ese interrogante sobre la posibilidad de vivir de otra manera. De algún modo, nos sigue pareciendo mentira que ese bloque aparentemente monolítico e inexpugnable, dejara de existir. Casi, casi de un día para otro.
La Unión Soviética fue muchas cosas. Entre ellas, un gran experimento social y económico. Lenin y su secta de revolucionarios consiguieron hacerse con el poder del estado más extenso del planeta e impulsaron un proceso de transformación brutal y gigantesco que costó la vida a muchos millones de personas. Inmensas regiones salieron de la Edad media para formar parte de un inmenso y temible mecanismo de guerra y de poder; pero también de igualitarismo y de modernización. Es difícil imaginarse la magnitud de las catástrofes humanas y ecológicas producidas. Naciones enteras fueron borradas de la faz de la tierra, mientras el nombre de los líderes bolcheviques era pronunciado con adoración y esperanza por todos los esclavos del mundo. La Unión soviética fue también la prolongación histórica de la rusa zarista y de su vocación expansiva. Hasta que no leí "Imperio", del polaco Kapuscinski, no comprendí que la historia soviética debía ser entendida no solamente en términos ideológicos (viabilidad de una sociedad socialista cercada por el capitalismo) sino en términos nacionales y nacionalistas (Rusia como metrópoli centrípeta de veinte o treinta países, muchos de los cuales todavía no sé ubicar en el mapa).
Por todo ello, no podía evitar comprar y devorar este breve libro de Carlos Taibo. El autor no oculta la dificultad de su objetivo: "determinar en qué medida la degradación del sistema soviético fue el producto de 'causas naturales', tuvo su origen en las presiones externas padecidas desde 1917, o por el contrario, obedeció a decisiones más o menos libres de los dirigenes bolcheviques". El libro se estructura en base a los seis líderes máximos que tuvo el régimen. Personalmente, los períodos que más me interesaban eran los de Jrushchev y la Perestroika. Taibo interpreta la historia soviética, desde el famoso XX Congreso de febrero de 1956, hasta el golpe de estado de agosto de 1991 y la dimisión de Gorbachov, como un intento infructuoso de resolver los problemas económicos permanentes que el sistema padecía. Muchos de esos problemas se arrastraban desde la época de Stalin y de la industrialización forzada. Una especie de sino inevitable se percibe en todas las páginas: el burocratismo, la preponderancia del gasto militar, la planificación centralizada, se encaminaban inexcusablemente al desastre. Simplemente, la Unión soviética no pudo mantener la competencia económica, militar y tecnológica con el capitalismo y pese a todos sus intentos, Gorbachov, tuvo que certificar el fin del experimento. Quizá en nuestro lado del mundo se esté dando ahora mismo el mismo proceso y no seamos capaces de verlo.
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