En las vacaciones de navidad del 2002 hice mi primer viaje largo a los Pirineos. Pasamos la nochevieja en unos bungalows sin alma al lado del embalse de El grado.
Fue en aquel viaje, cuando me encontré este viejo libro en una tienda de deportes y material de montaña en L'Aínsa, mientras mis amigos compraban ropa para el esquí. Entonces, yo no sabía casi nada de aquellas montañas. Por eso, cuando una de las chicas del grupo, una morena alta y fuerte, aficionada a los deportes de invierno, me espetó "¿tristes? ¿por qué tristes?", yo no supe qué responder.
A la vuelta, leí aquel libro con tranquilidad y ternura. Contaba pequeñas historias de los montañeses, de los abuelos de Pallaruelo y de los abuelos de sus abuelos. Y yo no pude evitar pensar también en mis antepasados y en la dura vida de aquellas gentes, con sus inviernos eternos. Comprendí entonces qué significaba "triste". Después, volvería a andar por los Pirineos y leería las historias de las gentes que expulsaron de sus casas a hostias o a hambres y también, descubriria los versos formidables de La Ronda "porque hay huellas en la nieve que ni un sarrio ni un esquí pueden dejar". Y me conocería mejor a mí mismo.
Ahora, preparando otro viaje a los Pirineos, releo con cariño esta colección de relatos y todavía me estremezco con la historia del viejo tión que hacía doce o catorce horas de senderos de alta montaña para transportar hielo cuya única utilidad era refrescar las bebidas de los ingenieros de los pantanos y de las primeras líneas eléctricas. Aquel viejo hombre montañés nunca se quejó de nada, nunca dijo nada.
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