Marx expulsó de la historia, de una vez y para
siempre, a los unicornios, a los genios de las lámparas y a las hadas madrinas.
Ahora sabemos que lo único importante es lo real. Y lo real es la comida. La
que hay en el plato de tu hijo comparada con la que hay en el plato del hijo
del vecino. Toda la sociología y la ciencia política del siglo XX se basan en
ese Schadenfreude.
Como todos los economistas clásicos, Marx imaginó
que la ciencia lúgubre podría funcionar como la física y que se podrían
encontrar las leyes causales que regían la historia humana. Así, predijo que el
capitalismo colapsaría necesariamente, víctima de sus contradicciones internas.
El futuro de las sociedades estaba tan escrito como el pasado, igual que las
mareas o los eclipses son predecibles. Ese dogma fue la nueva religión de
algunos de los mejores seres humanos de la historia. Y de algunos de los
peores.
Así que, cada vez que una crisis hace temblar la
pirámide, muchos pensamos que ha llegado el colapso definitivo, del mismo modo
que cada vez que hay un seísmo en la falla de San Andrés, los millones de
personas que viven sobre ella piensan que es el Big One.
El joven diputado Alberto Garzón no puede
desprenderse de esa idea de necesidad en este breve libro, sencillo, didáctico
y recomendable. El hilo argumental es la narración estándar de la crisis
actual: la desregulación neoliberal produjo un exceso de crédito, que infló las
burbujas inmobiliarias. Al explotar estas, la economía privada se encontró con
una deuda enorme en un mercado financiero globalizado. Los estados nacionales
han tenido que asumir la deuda privada, agudizándose su déficit. Los poderes no
elegidos (BCE, FMI) ordenan reducirlo, condenando a una generación de europeos
al empobrecimiento (como les había ocurrido a los latinoamericanos en la década pérdida). Parte de la educación y de la sanidad serán privatizadas, lográndose
así un doble objetivo: adelgazamiento del anatemizado sector público y apertura
de nuevas oportunidades de negocio para el gran capital.
El 9 de mayo acudí a la mani en defensa de la
educación pública. Mucho profesor de secundaria: barbas canosas, deshabillées de ropa cara, mucha
profesora de primaria con camisetas Mónica Oltra. Pensé en la capacidad que
tiene el sistema para sobrevivir a costa de lo que sea: poblaciones, países
enteros. A costa de si mismo. Pensé que la revolución no la haremos los que
estábamos en la mani, ni Alberto Garzón. La harán los forzudos que protegían
los escaparates de Bankia o los que van de contenedor a contenedor en
bicicleta.
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