El blanco es el color de la muerte en la mayor
parte de las culturas humanas. Jugando con esa idea, la presencia del blanco manda
en la estética de esta excelente película canadiense, emotiva y poderosa. El
blanco del protagonista albino Bastien y el blanco
de los fantasmas que la protagonista Mwanza,
ve entre la selva esmeralda, en medio de los combates. Fantasmas de gentes
degolladas, ametralladas, abrasadas.
La peli trata de los niños soldado. Es decir, es
una historia dura. Afortunadamente, el director Kim Nguyen no se ha regodeado
con las escenas más violentas. Los niños combaten en las filas de un señor de
la guerra que comercia con Coltán, el mineral manchado de sangre, que hace
funcionar el cacharro con el que escribo esto y la tablet con la que tú lo lees.
Quizá la mayor aportación de la peli es el cambio
en los modelos narrativos. En especial, el hecho de que no haya europeos (blancos).
No hay occidentales que salven a los negros. Pero
tampoco hay blancos malvados contra los que luchar. Por no haber, no hay ni
héroes. Mejor dicho, no hay héroes masculinos. La única heroína, a su pesar, es
la pequeña protagonista, una de tantos millones de jóvenes mujeres africanas, doloridas,
heroicas, invisibles. Supongo que es aquello que cantaba La Polla Records: "Cuando Dios sea flaca y negra, no
habrá nadie para verla".
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