La primera vez que estuve en
Marruecos, caminando alrededor del Tubkal, con 3 buenos amigos, el guía nos
colocó en el grupo a una jovencita marroquí, de habla árabe. Durante varios
días, dudamos sobre qué se escondía en todo aquello. La niña no se entendía bien
ni con nosotros (en nuestra mezcla de francés y español) ni con los muleros
(bereberes). Nos dibujaba corazoncitos y nos hacía carantoñas y nosotros no comprendíamos
nada. Solo cuando se fue y tras mucho interrogar a aquel Ibraim y atar cabos,
llegamos a una conclusión que nos epató. La niña estaba destinada a un
matrimonio concertado con algún marroquí de Francia y nos la habían adosado
para que se fuera haciendo a los europeos. Los cuatro entendimos que en la vida
de esas gentes había muchas más oscuridades que las que habíamos vislumbrado en
aquellas humildes casas del alto Atlas. Oscuridades detrás de antiguas puertas
de madera, hermosamente decoradas; pero resecas y cerradas.
Esta peli abre un poco una de
esas puertas. Vemos la vida de una familia turca en Austria. Los bruscos giros
del guión (algo forzados) nos van mostrando algunas de esas oscuridades. Y los
roces infinitos entre nuestro mundo y el suyo. La historia (supongo que
inspirada en muchas historias reales) juega con una irresistible paradoja:
trata de la absoluta falta de libertad de la mujer; pero se desarrolla en una
familia que funciona según un esquema matriarcal. Ese contraste y la abrumadora
belleza de la protagonista (la turca Koldas) mantuvieron mi interés durante la
hora y media del film.
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