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Que Dios nos perdone.



En el verano de 2011, las plazas y calles de la Villa y Corte fueron ocupadas por los diversos movimientos y manifas que se englobarían después bajo la etiqueta “15-M”. Hubo algunas hostias, muchas ilusiones renovadas y cierta repolitización de la sociedad. Por primera vez, una parte importante de la ciudadanía cuestionaba el podrido turnismo del 78. El papa visitaba a sus peregrinos en agosto. Todo estaba en crisis, todo parecía derrumbarse.


En ese escenario iluminado y vibrante tiene lugar un thriller durísimo. La típica pareja de maderos, poli bueno-poli malo, se esfuerzan por detener a un asesino en serie que se lo está pasando muy bien en el centro de Madrid. En esos barrios de viviendas envejecidas sin aire acondicionado, donde los inmigrantes han sustituido a la burguesía, donde las putas buscan el fresco y donde solo quedan viejecitas solas que no se pueden permitir ecuatoriana que las cuide. Sudores, griterío, golpes, odio, muerte, tanto que daña un poco los ojos, de tan real, de tan mísero. No hay nadie bueno, supongo.


La peli va descendiendo hacia un horror que atrapa, que hipnotiza, como dicen que algunas serpientes hacen con sus víctimas. Y sale uno del cine un poco sucio por dentro, un poco avergonzado, un poco miserable. Como con lástima de ser hombre y de ser humano.

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