Algunos dirían que, en realidad, es odio a la democracia liberal. La historia de Rusia ha sido la historia de sus grandes zares y de sus dictadores. Unos monstruos que dirigían el gran monstruo desde el Kremlin. Me gustó mucho "La muerte de Stalin" (2017), una película británica de Armando Ianucci. Cuenta, con tono de parodia, la lucha por el poder que siguió a la muerte del padrecito. Concentra en unos cuantos escenarios las maniobras de los miembros del "Comité" durante 1953 para hacerse con el poder, o al menos, que no los devoren sus camaradas. Como sabemos, Jruschov (Buscemi), consiguió imponerse a los otros psicópatas: Beria (Rusell Beale) y Malenkov (Jeffrey Tambor). A pesar de que se trataba de una parodia inteligente y ágil, era inevitable que aparecieran los asesinatos, las torturas, las violaciones. Y pensé con pena en todas las víctimas.
Y para acabar estas vacaciones rusas, vi la miniserie documental de la BBC: "Putin, de espía a presidente". Putin, un hombre sin ideología, sin planta y sin escrúpulos morales fue el elegido para devolverle al estado ruso lo que el colapso económico y la desastrosa transformación al capitalismo le habían arrebatado. También sentí miedo y pensé lo frágiles que son nuestras democracias frente a estados mafiosos como la Rusia de Putin.
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