José Antonio Labordeta no es (o no es solamente) el de la mochila de la tele, ni uno de los cantautores que permitieron a Aragón reencontrarse consigo mismo, ni el profesor de secundaria retirado, ni el ex-diputado alternativo que hablaba de Teruel, mientras los diputados conservadores berreaban. Labordeta ha sido, y es, principalmente, un poeta. Quizá no sea el gran vate de las letras españolas (le faltaría pluma, imaginación y padrinos), ni el gran poeta aragonés contemporáneo (él siempre pone a su difunto hermano Miguel en ese lugar); pero es un poeta. Y con eso, se ha ganado bastantes almuerzos.
Y este breve relato (cuya primera versión es, al parecer, de 1975) tiene, en mi opinión, más de poético que de narrativo. Es la vieja historia sangrienta y brutal, contada tantas veces: la violencia ciega que se apoderó del Aragón rural con el golpe de estado de julio del 36 y el vacío de poder. Dice con estilo valleinclanesco: "Don Rogelio, llame a los guardas, rogó el juez- Pero la hija respondió- También se van con ellos- Un largo silencio se fue apoderando de la vieja casa con escudo sobre la fachada". La tragedia y las muertes de esos días se relatan de forma coral, porque la tragedia y la locura es colectiva. Pero la historia no es lo importante. El papel protagonista lo tienen las palabras, que Labordeta trabaja dolorosamente: "El frío de esta calurosa mañana de verano, en las manos heladas, muy heladas, frías como de muerte de cadáver. Longares muerto con los ojos abiertos sin ver el cielo nunca, ya nunca cielo ver Longares muerto cielo abierto los ojos..." Son las palabras, las mismas palabras que aparecen en sus canciones y en sus numerosos libros: sudor, secano, ronzal, rostro, sangre, guiñote, moscas, vejuz, barranco, olvido, cadiera, mula, masada, siega, carretera, nieve. Las palabras que hemos oído y leído tantas veces. Esas palabras que, como aquella orgía de sangre, forman parte de nuestras vidas, que son nuestras vidas, lo queramos o no.
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