“Juntos, nada más” sintetiza, nada menos, el conflicto universal entre el miedo a la soledad y el miedo a la convivencia; entre el anhelo de ser independiente y la necesidad de sentirse amado. Cliché que se repite a diario en espacios y rincones de cualquier ciudad. La casa, el espacio donde se va hilvanando la historia común de sus cuatro ocupantes ocasionales, es la auténtica protagonista de la película, puesto que es el puente que recorren sus inquilinos hacia la parte luminosa de sí mismos, hacia el equilibrio del conflicto. Franck, cocinero sin esperanzas, Camille, vecina que malvive en la buhardilla y Paulette, la abuela de Franck, llegan por este orden al espacioso piso de Philibert, en virtud del altruismo de este y de su necesidad de llenar de calor humano la propiedad familiar, una casona en decadencia surcada de pasillos oscuros, tapizados de moquetas que expelen retazos de polvo al pisarlas, cuyas habitaciones están custodiadas en su hálito de tiempos pasados por los rostros añejos de los antepasados de Philibert, quienes observan desde los lienzos colgados. Tal panorama va adquiriendo matices de claridad y los susurros se alejan cada vez más del silencio, al compás de la red de afectos y complicidades que se van tejiendo. Al final, el duelo eterno entre miedos y deseos se soluciona con coraje; el valor de decir “lo siento”, de pronunciar “te amo”.
“Juntos, nada más” sintetiza, nada menos, el conflicto universal entre el miedo a la soledad y el miedo a la convivencia; entre el anhelo de ser independiente y la necesidad de sentirse amado. Cliché que se repite a diario en espacios y rincones de cualquier ciudad. La casa, el espacio donde se va hilvanando la historia común de sus cuatro ocupantes ocasionales, es la auténtica protagonista de la película, puesto que es el puente que recorren sus inquilinos hacia la parte luminosa de sí mismos, hacia el equilibrio del conflicto. Franck, cocinero sin esperanzas, Camille, vecina que malvive en la buhardilla y Paulette, la abuela de Franck, llegan por este orden al espacioso piso de Philibert, en virtud del altruismo de este y de su necesidad de llenar de calor humano la propiedad familiar, una casona en decadencia surcada de pasillos oscuros, tapizados de moquetas que expelen retazos de polvo al pisarlas, cuyas habitaciones están custodiadas en su hálito de tiempos pasados por los rostros añejos de los antepasados de Philibert, quienes observan desde los lienzos colgados. Tal panorama va adquiriendo matices de claridad y los susurros se alejan cada vez más del silencio, al compás de la red de afectos y complicidades que se van tejiendo. Al final, el duelo eterno entre miedos y deseos se soluciona con coraje; el valor de decir “lo siento”, de pronunciar “te amo”.
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