He tenido la suerte de estar en
Santiago y en Roma. Pero nunca he estado en el extremo oriental de ese eje
mágico alrededor del que ha girado el espíritu de Occidente durante siglos:
Jerusalén. Así que, como tantos otros en el pasado, me conformo con sucedáneos.
Acudimos hace unas semanas al Hemisphèric, donde echan pelis en pantalla esférica. Son documentales
brillantes, entretenidos; pero cortos y caros.
Este era una producción de la
franquicia National Geographic sobre la ciudad de las tres religiones. Y para
evitar sofocos, tres bonitas adolescentes, una judía, otra palestina y otra
cristiana nos hablaban de su barrio jerosolimitano, entre
toma aérea y toma aérea. Todo muy correcto políticamente, sin pedradas y sin
gases lacrimógenos. Como si el conflicto en Palestina se pudiera arreglar
obviándolo o citando a los dioses por los que tantos hombres y mujeres han
muerto.
Me gustó el documental. En mi
memoria, estaba la ambiciosa “Historia de Jerusalén” de Karen Armstrong, que
leí complacido hace muchos años. Más que con el libro, comprendí con la peli
que Al-Quds, la ciudad sagrada, ha sido destruida y reconstruida tantas veces que
lo físico tiene poco sentido. Si alguna vez existió ese montículo donde Jehová torturó
al pobre Abraham o desde donde Mahoma voló al cielo, le caído tanta sangre y
tanta mierda encima que quizá sea mejor no visitarlo. Para no llevarse una
decepción.
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