El sábado pasado, fuimos al cine a ver la última de Woody Allen. Y fue como los cines de antes: había gente, mucha gente, colas, expectación, murmullos en el sala, cachondeo, ilusión, morbo. Como cuando mis padres iban al cine en el pueblo a ver dramones americanos. Y cuando apareció la Penélope en la pantalla, la sala empezó a reir, a aplaudir. Y yo me sentía feliz. Y cuando llegó el morreo entre la Penélope y la Scarlett, pues me sentí más feliz todavía. Y eso que por primera vez en muchos años, nos habíamos tenido que sentar en un lado y tan adelante que me parecía oler el olor de macho de Bardem.
Los fans de Woody Allen notarán que no se ha esforzado mucho para hacer su última comedia: típica historia con triángulo amoroso, un poco de oficio, un latin lover, unos diálogos apañaditos, buena fotografía de Aguirresarobe, buenos actores y que la gente se lo pase bien. Eso sí, es imprescindible verla en versión original, porque la historia juega a menudo con los cambios del inglés al castellano, que son a su vez, la contraposición entre dos mundos: el anglosajón, cerebral, previsor, y el mediterráneo: pasional, improvisador. Al que no le gusten los tópicos que no vaya, porque hay unos cuantos. Hasta cuando visitan Oviedo sigue sonando flamenco. Supongo que es lo que tenía que darle al público norteamericano que, al parecer, ha valorado bastante bien la peli y va a votar como presidente a McCain, que no sabe dónde está España.
Creo que lo mejor son los actores: Rebecca Hall, que es una preciosidad, hace de Vicky. La Johansson hace de Johansson y uno le tiene mucha envidia a Bardem. El personaje de Penélope es demasiado histérico e histriónico; pero aún así la chica se luce y es que cuando se pone basta, y tiene un buen director detrás, no hay quien le gane.
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