Como se descubrió en la India
hace 3.000 o 4.000 años, todo, absolutamente todo, ocurre en nuestro interior. Todo:
la felicidad y la tristeza, la ilusión del futuro y del pasado, la conexión
con lo sagrado, el deseo, el apego y la filantropía, Dios y los
infinitos dioses, y la vivencia de cada uno de los momentos que constituyen
nuestra vida absurda e insignificante. Todo eso ocurre única y exclusivamente
dentro de nosotros. En Occidente, también
inventamos algunas otras cosas: el materialismo dialéctico, la inclinación hacia
la estrella Vega, el prodigioso mecanismo del ADN, la transubstanciación, las
infinitas cifras de Pi, la reducción de la mortalidad infantil, y el cine en 3D.
Pero son cosas más bien menores.
Creo que esta peli trata de
lo primero. De cómo gestionamos nuestra vida, nuestro interior. Recurriendo a
un arsenal de símbolos, Ang Lee monta una película enigmática e interesante,
basada en una novela de Yang Martel. La historia cobra cierto sentido cuando el
protagonista naufraga en medio del Pacífico con la única compañía de un tigre,
que, obviamente, quiere comérselo. Y es precisamente esa amenaza brutal la que
le permite sobrevivir. Seguir existiendo. Ser. Ser tigre.
Lástima que viéramos la peli
en los D’Or, los viejos cines de estreno del Ensanche, porque allí son dobladas
y no hay 3D y al parecer, es la obra a la que mejor ha sentado ese avance
tecnológico. Preveo que cosechará algunos Oscar. Salimos encantados y
pensativos. Últimamente, para el cine soy como para la comida. Me gusta todo.
Después de la peli, todavía estábamos un poco asustados por el ruido de las
tormentas en el océano. Volví a casa pensando
en nuestras vidas, en los tigres que nos amenazan desde nuestro
interior, mientras el planeta, indiferente y solitario cabecea cada 26.000 años
hacia la estrella Vega.
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