El zaragozano Antonio Ansón echa mano de sus recuerdos para describir un mundo rural que se está transformando rápidamente. Son los años 70, en el imaginario pueblo aragonés de Valcorza, del Valle del Altán. Llegan las primeras elecciones democráticas, las teles en las casas, los coches particulares, la música de Bob Dylan y el cultivo en invernaderos. El protagonista nos cuenta cómo se transforma el pueblo, cómo crecen él y sus amigos, y como cambia el mundo, su mundo. Pero ese mundo ya no es el mundo rural idílico y manso de "El camino", Valcorza tiene su cacique fascista, sus putas, sus beatas y su guardia civil gallego. La vida de los hombres gira alrededor de la partida de guiñote en el bar y la de las mujeres, alrededor de la misa y el rosario. Un Aragón rural con moscas y pedradas, con las primeras veraneantas (que se dejan tocar las tetas), los primeros tractores grandes y los primeros curas obreros, que fundan teleclubes, porque el cine ya está cerrado. Ya no hay nadie que toque las campanas. Es decir, el Aragón que yo conocí por los pelos; pero que ya no existe. La casa de los antepasados, que huele a cerrado y a meado de gato, en el país de horizontes hermosos y puros, que se estaba despoblando y muriendo, sin que nadie se enterara.
Quizá lo mejor de la novela (o al menos, lo más innovador) está en los aspectos menos costumbristas, en las pinceladas de "realismo mágico" que adornan la historia: un milagro como el de Calanda, un par de equívocos tontos de pueblo y sobre todo, el punto de vista desde el que el narrador cuenta la historia y la extraña relación que se establece entre los vivos, los muertos, tan presentes como los vivos. Me da la impresión de que volveremos a leer historias de Valcorza.
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